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Comprendió que algo grave pasaba. En efecto, el conde de Onís se moría, se iba por la posta, según decían sus deudos. El médico ordenó que le dispusiesen. A las seis de la tarde, cuando ya había oscurecido, las puertas del palacio de Onís se abrieron para recibir al sacerdote portador de la Sagrada Hostia, que venía en el carruaje de la casa.

¿Qué entiende usted de sobrepartos ni de cuarentenas? exclamó Rosa Mística, exasperada al ver el empeño con que don Modesto defendía a sus amigos . ¿Ha parido usted alguna vez, para entender de esas cosas? ¿Conque tiene buen fondo la que cuando poco antes de la muerte de su bienhechora, fray Gabriel la siguió al sepulcro; se echó a reír diciendo que había creído que sólo en el teatro se moría la gente de amor y de pena?

Dígolo porque ya las pagó todas juntas. También se ha muerto la Fraila. Nazaria cerró los ojos, no pudiendo cerrar los oídos. Pero el atleta se volvió a Maricadalso, y a boca de jarro le disparó estas palabras: Y tu hija, Maricadalso, tu hija Ildefonsa, iba ahora con un cántaro de agua por la calle de la Paloma, y se cayó en la calle, diciendo que se moría....

861 Dende la alba hasta la noche, en el campo me tenía; cordero que se moría -mil veces me sucedió- los caranchos lo comían, pero lo pagaba yo. 862 De trato tan rigoroso muy pronto me acobardé; el bonete me apreté buscando los mejores fines, y con unos volantines me fuí para Santa .

Al sentir sus pasos me era difícil disimular la alegría; si tardaba me ponía triste; si hablaba con vosotras, y no conmigo, me moría de rabia... Le decían siempre que yo era muy piadosa; ya recordarás que él me alababa mucho por esto. Mamá nos permitía a las tres que habláramos con él.

Zarapicos no jugaba al muerto; no hacía gestos para hacer reír a sus compañeros; no decía con voz doliente ¡madre! para representar una comedia; era que se moría realmente... Temblando, pálido y siniestro, con los ojos secos, sin tener clara idea de su acción, Pecado arrojó el arma que había sido juguete. El instinto le mandaba huir, y huyó. Alborotose en un instante el barrio de las Peñuelas.

Quería parir con el milagroso comadrón popular, a quien jamás se le moría ninguna cliente. Damas y mujeres del pueblo tenían más fe en aquel hombre que en San Ramón. Las que morían, morían siempre en poder de los tocólogos sin prestigio sobrenatural. El comadrón insigne sabía llamar a tiempo a sus colegas.

Resistí, lloré, sollocé... pero ¡en vano! Era yo una chiquitina de siete años, y, sin embargo, comprendí lo que pasaba: que no volvería a ver a mi madre. Lloraba yo y mis lágrimas eran lágrimas de inmenso dolor. Mi madre se moría; no había de verme más. Me llevaron a la casa cural.

Díjole después el pobre viejo que se moría de hambre; que no había entrado en su boca, en tres días, más que un pedazo de bacalao crudo que le dieron en una tienda, y algunos corruscos de pan, que mojaba en la fuente para reblandecerlos, porque ya no tenía hueso en la boca.

La joven se moría de placer deslumbrando de este modo, haciendo padecer a sus envidiosas conocidas. Porque el Duque no se ocultaba para prodigarle mil atenciones galantes, ni ella para ostentar un grado de confianza con él superior al de los demás de la familia. Gonzalo había observado, con secreto disgusto, aquella intimidad.