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El anciano ministro tenía un gusto legítimo y de larga fecha por todas las cosas buenas y todas las comodidades de la vida; y por severo que se mostrase en el púlpito en su reprobación pública de transgresiones como las de Ester Prynne, sin embargo, la benevolencia que desplegaba en la vida privada le había grangeado mayor cantidad de afecto que la concedida á ningún otro de sus colegas.

Con hombres como usted guarda la administración ciertos trámites de confianza. No los guardaría ciertamente con muchos de sus colegas de usted. ¡Aquí hay que tener más ojos que los de Argos! ¡Hombre, usted exagera! ¿Quiere usted que le trace algunas biografías? Le aseguro a usted que serán deliciosas.

Empleó los domingos en que le daban suelta yendo al tiro del palomo en el cauce del río, o paseando gratis arrellanado como un príncipe en las estriberas de las tartanas, con la epidermis a prueba de traidores latigazos; fue ascendiendo lentamente cíe burro de carga a aprendiz viejo; por fin, a dependiente; y al cumplir dieciocho años viose tan transformado, que, violentando sus instintos económicos, fortalecidos por las saludables enseñanzas del principal, se gastó cuatro pesetas en dos retratos que envió a los de «allá arriba», a sus antiguos colegas de pastoreo, para que viesen que estaba hecho todo un señor.

Pero no me prestaría a hacerlo, ni ninguno de mis colegas tampoco. ¿Y por qué, queréis decirme? Porque mutilar a un hombre sano es un crimen, por muy estúpido que sea, o muy hambriento que se halle el paciente para consentir en ello. A la verdad, doctor, que confundís mis nociones relativas a lo justo y a lo injusto.

Imagina el efecto de esa hija que le cae de improviso como una revelación que va a divertir, y casi a escandalizar, a sus respetables colegas de la Academia... ¿Cómo va a salir de la aventura? Es verdad que existe el convento... hasta que se case, dice él... ¿Quién sabe? Quizá hasta la muerte... Si la mete allí, allí se quedará. Máximo a su hermano. 2 de julio de 190...

El doctor estaba espantado ante la agitación de Germana. No sabía si atribuirla al uso inmoderado del yodo o a alguna emoción peligrosa. La señora de Villanera acusaba secretamente al conde Dandolo; don Diego se acusaba a mismo. Al día siguiente, Le Bris reconoció una inflamación en los pulmones que podía producir la muerte, y llamó al doctor Delviniotis y a dos de sus colegas.

Primeramente vió al señor de Canterac, un francés, antiguo capitán de artillería, que, según afirmaban muchos que se decían amigos suyos, se había visto obligado á marcharse de su patria á consecuencia de ciertos asuntos de índole privada. Ahora servía como ingeniero al gobierno argentino, en obras remotas y penosas de las que huían sus colegas hijos del país.

Un reportero, mientras llegaban sus demás colegas, disponía ante él las cuartillas y examinaba muy contento la sala. El presidente del tribunal, un hombre grueso, de rostro vulgar y bigotes blancos, pasaba revista presuroso y con voz monótona, a los testigos. ¡Efimov! ¿Cuál es el patronímico de usted? Efim Petrovich. ¿Quiere usted prestar juramento? .

En esta reunión estaban todos los afectos y alegrías de don Eugenio. Al encender por las noches el velón y ver entrar las sotanas y las gorras de sus colegas, experimentaba la misma impresión que si se encontrara rodeado de una cariñosa familia. De los de allá, de aquellos que le habían abandonado sin lágrimas ni desconsuelo, nunca se acordaba.

Gracias, pues, a este inapreciable elemento económico, se había hecho casi innecesario, entre los socios del club, el numerario, reemplazándolo dichosamente por otro medio enteramente abstracto y espiritual, la palabra; la palabra oral o escrita. Vivían, gastaban lo mismo que sus colegas y modelos de Londres, sin libras esterlinas, ni chelines, ni pesetas, ni nada.