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Tenga usted valor; esta noche ha cenado, ha bebido dos dedos de vino de Chipre y ahora duerme. »Había oído decir muchas veces que una madre quiere a sus hijos en razón de los disgustos que le dan; esto no lo sabía por experiencia. Todos los Villanera, de padre a hijo, son como los árboles que se plantan en el campo y crecen.

La señora de Villanera, que nunca había sentido simpatía por el duque, se interesaba mediocremente por su estado, pero se consideraba triunfante al tener a mano a una víctima de la señora Chermidy. Dedicó los cuidados más asiduos al señor de La Tour de Embleuse y le arrancó todos los secretos de su miseria y de su decadencia.

Germana se jugaba el todo por el todo sometiendo a su marido a semejante prueba. Un relámpago de alegría en los ojos del conde la habría matado más seguramente que un pistoletazo. Pero las mujeres son así, y su amor heroico prefiere un peligro seguro a una dicha incierta. El señor de Villanera estaba bien curado, porque se enteró de aquella noticia como el que recibe una impresión desagradable.

La madre y el hijo quisieron encargarse personalmente de ello. Antes de salir, la señora de Villanera besó las anaranjadas mejillas de su nieto y le dijo: «Vaya, mi pobre bastardo, ¡tu aguinaldo consistirá en un nombreNada es imposible en París: la canastilla fue improvisada en algunas horas. Por la noche, todos los comerciantes enviaron sus telas, sus encajes, sus cachemiras y sus joyas.

La duquesa se estremecía al escucharla; le parecía que el alma de su hija iba a escapar como un pájaro al que se ha abierto la jaula. Estrechó a Germana entre sus brazos y le dijo: ¡No, no nos dejarás! Iremos todos a Italia y el sol te curará. El señor de Villanera es un hombre de corazón.

El señor de Villanera cree cándidamente en su falsa resignación y creería cometer un crimen abandonando a esta heroína del amor maternal. Para terminar, y con objeto de acallar sus nobles escrúpulos, la señora Chermidy ha susurrado al oído del conde: «Cásese usted por poco tiempo.

¡Germana! ¡Vamos, pobre amigo mío, piense usted en lo que dice! ¡Germana! ¿Ha muerto la señora de Villanera? La señora de Villanera es Honorina. Va a casarse con el conde. Tome usted, aquí tengo la carta. Pero, ¿qué piensa usted de la conducta de Honorina? El barón leyó de una ojeada la carta del doctor. ¿Hace mucho que sabe usted eso? preguntó. Desde esta mañana, cuando iba a casa de Honorina.

Llegó hasta exponer su reputación, que tanto había cuidado hasta entonces, y se hubiera comprometido locamente a no impedírselo él. La condesa viuda de Villanera, una santa mujer, un prodigio de vejez y de rigidez, parecida a un retrato de Velázquez, escapado del lienzo, tuvo conocimiento de los amores de su hijo y no encontró nada que decir.

La bella arlesiana había perdido ya las esperanzas y la paciencia. Nadie le escribía de Corfú; no sabía noticias de su amante ni de su hijo; el doctor, ocupado en cosas más importantes, ni siquiera le había dado el pésame por la muerte de su marido. Comenzaba a dudar del señor de Villanera y se comparaba a Calipso, a Medea, a la rubia Ariadna y a todas las abandonadas de la fábula.

Ustedes son testigos de que no tengo ningún aprecio a la vida y que hace seis meses me he despedido de ella. Así como así este mundo es una bien triste morada para los que no pueden respirar sin sufrir. Mi único disgusto era el de legar a mis padres un porvenir de dolores y de miserias; ahora ya estoy tranquila. Me casaré con el conde de Villanera y adoptaré al hijo de esa señora.