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Si yo fuese él, preferiría tener desalquilado el piso antes que permitir que viviesen en él personas que deshonran la casa. ¡No seas bestia! ¿Para qué arrastrar por el arroyo al duque de La Tour de Embleuse y a su familia? Esas miserias, para que lo sepas, son como las llagas del barrio; todos nosotros tenemos interés en ocultarlas.

El señor Le Bris era, desde hacía tres años, el médico de la señorita de La Tour de Embleuse. Había seguido los progresos de la enfermedad sin poder hacer nada para detenerlos. Y no es que Germana fuese una de esas niñas condenadas desde su nacimiento, que llevan en el germen de una muerte hereditaria. Su constitución era robusta y su pecho ancho; además, su madre nunca había tosido.

Las fatigas, las noches sin dormir y las privaciones habían tomado una gran parte en la enfermedad crítica que la edad le había aportado. Añadid a esto las angustias continuas de una madre que espera el último suspiro de su hija. La señora de La Tour de Embleuse sentía tanto o más los dolores de Germana que los suyos propios.

En el fondo de su corazón, el honrado joven quería ahorrar a la duquesa el espectáculo de la agonía de su hija. Quedó, pues, convenido, que la señora de La Tour de Embleuse permanecería en París: Germana partiría con su marido, su suegra, el pequeño Gómez y el doctor. El señor Le Bris se había comprometido un poco irreflexivamente a abandonar su clientela.

La señora Chermidy se había propuesto darle una lección de toxicología. No juzgaba inútil enseñarle el empleo de los venenos, y había elegido, en consecuencia, a los convidados. Estos eran un magistrado, un profesor de medicina legal y el señor de La Tour de Embleuse. Aparentando indiferencia hizo recaer la conversación sobre el capítulo de los venenos.

Todos los La Tour de Embleuse han sostenido su jerarquía desde Carlomagno; no concedo a usted el derecho de hacer quedar mal a sus antepasados. Todos nosotros tenemos necesidad de usted.

El doctor casi se preocupaba ya más de la duquesa que de la enferma. Su última esperanza era que la hija se extinguiese dulcemente y que la madre se salvase. Hizo su visita a Germana, le tomó el pulso por pura fórmula, le ofreció una caja de bombones, la besó fraternalmente en la frente y pasó a la habitación del señor de La Tour de Embleuse.

El duque no tenía intención de ofender a aquella hermosa ni de renegar en un solo día de la religión de toda su vida; pero hablaba a las gentes en su lenguaje y creía no equivocarse con la señora Chermidy. Se sentó familiarmente a su lado y le dijo: Señora, permítame usted que le presente a uno de sus antiguos admiradores, el duque de La Tour de Embleuse.

Confieso que en cualquiera otra circunstancia me consideraría muy honrado. Don Diego Gómez de Villanera es bien nacido, he oído elogiar a su familia y a su persona. Pero, ¡qué diablo! ¡no quiero que se diga que la señorita de La Tour de Embleuse tenía un hijo de dos años el día de su boda! No dirán nada, ni lo sabrá nadie.

Con ese mismo cuchillo se matará esta noche, si no llego a tiempo. ¿Quieres llevarme a su casa? Mantoux hizo nuevas protestas de que ignoraba el domicilio de la viuda, pero no pudo convencer al insensato viejo. Hasta las diez de la noche, el señor de La Tour de Embleuse le siguió a todas partes, al jardín, a la despensa, a la cocina, con la paciencia de un salvaje.