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Aquí no debemos estar; nos pueden ver. Ven conmigo dijo Venturita tomándole de la mano y conduciéndole al través de los pasillos hasta el comedor. Gonzalo se sentó en una silla sin soltar la mano. Creí que no te volvía a ver hoy. ¡Qué geniecillo tienes, chica! le dijo sonriendo. El semblante de Venturita se obscureció. Si no me lo irritasen a cada instante, no lo tendría.

Cristina dispuso la comida y Fernando comió mejor que los días anteriores. Después dijo, «tengo sueño», y los médicos salieron para dejarle descansar. Era costumbre en él, durante los últimos tiempos de su enfermedad, dormir una breve siesta. Aquel día, Cristina, quedose con él en la estancia y se sentó al lado del lecho real.

¡Ah!, sola... ¿y qué tal...? Me dijeron que estabas... que estaba usted algo mala... Después de decirle que su enfermedad no había sido nada, la chulita se sentó junto a él, haciendo propósito de contarle la verdadera dolencia que sufría, que era puramente moral, y con los más graves caracteres.

Iban solos. ¡Qué dicha, siempre solitos! Juan se sentó junto a la ventana y Jacinta sobre sus rodillas.

¿Ana, adónde vas? ¿Qué tienes, Ana? ¿Salir del cuarto a estas horas? ¡Ana! ¡Ana! Déjame, niña, déjame. Hoy, yo tengo fuerzas. Llévame hasta la mitad del corredor. ¿Del corredor? : voy al cuarto de Lucía. Pues bueno, yo te llevo. No, mi niña, no se sentó un momento, con Sol a sus pies, le abrazó la cabeza, y la besó en la frente. Nada le dijo, porque nada debía decirle.

Pues Jesús, cansado del camino, así se sentó a la fuente. Era como la hora sexta. 7 Vino una mujer de Samaria a sacar agua; y Jesús le dice: Dame de beber. 9 Y la mujer samaritana le dice: ¿Cómo , siendo judío, me pides a de beber, que soy mujer samaritana? Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.

Al ver que el portero entraba ya en su habitación, Krilov, apretando los dientes de rabia, le siguió dócilmente. «¡También me ha tomado por un espía este canallaEl habitáculo era reducidísimo. Sólo había en él una silla, en la que se sentó el portero, sin ceremonia. «¡Qué indecente! Ni siquiera me invita a sentarme!», pensó Krilov.

Sin embargo, Miguel logró entrar en el cuarto y se sentó respetuosamente en una silla a esperar que se diese por terminada.

Se sienta y abandona la cabeza sobre el pecho; va con más frío que nunca, con más tristeza que nunca, porque ha creído sentir ahora, como en otro tiempo, la férrea mano del agio sobre su brazo robusto de trabajador. Rocchio se sentó, al fin, aniquilado.

«No me acordaba de que tengo que escribir unas cartas dijo Isidora repentinamente . ¿Me las dejas escribir aquí, en tu mesa? , , ángel ponzoñoso» contestó Augusto, en cuya alma retoñaban devaneos estudiantiles. Precipitadamente sacó papel, sobres. Isidora se sentó en el sillón de la mesa de despacho, él la dio pluma y ella se puso a escribir.