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Actualizado: 1 de septiembre de 2024
La chaquetilla y el chaleco eran de terciopelo color de vino, con alamares y arambeles negros; la faja de encarnada seda; el calzón ajustado, de obscuro punto, modelaba las musculosas y esbeltas piernas del torero, unido a las rodillas con ligas de negra escarapela.
Habláis de agilidad, mirad entonces a la señora Osgood dijo Ben Winthrop, que sostenía a su hijo Aarón entre las rodillas ; agita tan ligeramente sus pies que no se puede ver cómo camina; parece que tuviera ruedecitas bajo los pies. No parece haber envejecido un día desde el año pasado. No hay una mujer mejor formada que ella, esté donde esté la que la siga.
Tenía una sospecha ... Aquella mujer es muy rara. ¡Si vieras qué miedo me daba cuando se ponía á orar, quedándose mucho tiempo quieta é insensible, como si estuviera muerta! Se ponía de rodillas, miraba al techo, y así estaba dos ó tres horas sin moverse, y hasta parecía que no respiraba. La tocaba yo, y nada; la llamaba, y no respondía.
Pero éste, que muy bien pudiera haberse quedado atrás, estaba perfectamente acomodado en el presbiterio entre los curas, el alcalde y varios concejales, lo cual levantaba en su corazón una ola de envidia que le sofocaba aún más que las rodillas del jayán que tenía detrás. Tal era su destino.
La niña, anegada en lágrimas, cae entre su madre y un viejo achacoso que va a tomar las aguas: la bella casada entre una actriz que va a las provincias, y que lleva sobre las rodillas una gran caja de cartón con sus preciosidades de reina y princesa, y una vieja monstruosa que lleva encima un perro faldero, que ladra y muerde por el pronto como si viese el aguador, y que hará probablemente algunas otras gracias por el camino.
Jacinta le sentó sobre sus rodillas y trató de ahogar su desconsuelo, estimulando en su alma la piedad y el cariño que el desvalido niño le inspiraba.
Y en el otro cuadro, la pobre amante ya estaba de rodillas sobre la tumba y alzaba la cara mirando al cielo con sus grandes ojos claros, que por el exceso de la pena casi no tenían expresión.
Por aquel y otros tales estaba él en la guerra, lejos de su novia. Se acordó del pobre telegrafista, no pudo contenerse y, afirmando bien los pies en tierra, se echó el remingthon a la cara e hizo fuego: sonó el tiro, y el cabecilla cayó, doblándose por las rodillas. Convencerse de quién era, sentir la tentación y disparar, todo fue uno.
¡Rezad á Dios por el alma de un difunto! exclamó con voz concentrada el bufón ¡rogad á Dios! cocinero de su majestad. ¡Cosme Aldaba! exclamó Montiño, y cayó de rodillas y con las manos juntas á los pies del bufón. «Un clavo saca otro clavo», se dice vulgarmente. Un nuevo terror disipó el anterior terror de Montiño.
Poco a poco y a influjo sin duda de las ideas que la embargaron, su rostro perdió la expresión habitual y fue adquiriendo otra dolorida y humilde como la de una Magdalena. En aquel momento los acordes del piano subieron vibrando por la obscura escalera, señalando los primeros compases de un insinuante rigodón. Dejose caer de rodillas y dobló la cabeza. Al poco tiempo sollozaba.
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