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La petición de Cristo, "no nos induzcas en tentaciones y líbranos del mal", nunca ha sido oída o nunca ha sido concebida. Siempre estamos inducidos a la tentación, nunca estamos libres del mal de este lado de las puertas de la muerte.

Dimos un paseo bastante largo, y á la vuelta la encontramos en el mismo sitio, conservando la misma actitud, y sin dejar la extraña ocupacion de dar golpes á la punta del zapato derecho. ¿Qué pensará? ¿Qué sucederá á esa mujer? Esto murmuramos entre nosotros, y casi tuvimos tentacion de hablarla.

Pero el juez recorría rápidamente esas páginas, impaciente por llegar al drama que presentía ineludible. ¿No era fatal que con el tiempo, con la vejez del marido, la calma feliz de esa mujer tuviera un fin? ¿Cómo haría para hablar de la tentación? No hablaba de ella.

Yo, en tanto, continué, rutinario y triste poniendo diariamente mi hermosa letra cursiva al servicio del Estado, y admirando, los domingos, la pericia con que la espléndida doña Augusta limpiaba la caspa al teniente Conceiro. Era cosa evidente para que aquella noche, dormido, leyendo sobre el infolio, había soñado con una «Tentación de la Montaña» bajo formas familiares.

En tanto Ana, cada día más activa, procuraba olvidar, y muchas veces lo conseguía, lo que llamaba la tentación, que cada vez era más formidable; y cuanto más temida más fuerte.

Te viste en un fuerte compromiso. Empezaba yo a rodar por el mundo... Y rodando, rodando, caíste en una tentación... Y como servía usted en casa grande, yo calculé y dije: 'Pues esta, si quiere, podrá sacarme'. Te llegaste a con mucho miedo... lo que pasa... no querías levantarte el faldón, y que yo te dejara destapada. Pero usted me tapó... ¡Cuánto se lo agradecí, Benina!

No me siga... Nos veremos... Yo le buscaré... ¡Adiós!... ¡adiós! Y aunque Ferragut sentía la tentación de seguirla, permaneció inmóvil, viéndola alejarse con paso rápido, como si huyese de las palabras que había dejado caer ante el pequeño templo del poeta.

Se enamoraba de cuantas corbatas veía, y no pudiendo resistir a la tentación de comprarlas, llegó pronto a poseer una colección asombrosa: después le dio por los gemelos y trasladó a su cómoda toda una tienda de bisutería; después, por las boquillas de espuma de mar. Últimamente se enfrascó en la lectura de novelas: leía bueno y malo, cuanto caía en sus manos.

Jamás he tenido la tentación de destruir mi obra; de hacer que Lucía baje hasta desde la altura en que la he puesto. Pero, a veces me pregunto: ¿no fue delirio ponerla en esa altura? A este propósito recordaba yo ciertas palabras de una dama andaluza que conocí un verano en Biarritz cuando Lucía no contaba aún sino ocho años de edad. Tenía esta dama una hija de la misma edad que Lucía.

No pretendió el diablo tentarles más, o don Juan quiso dejar la tentación para otro día, porque levantándose de repente, como quien se aparta de un grave peligro, se pasó las manos por el rostro, y dijo: No, Cristeta, esto es una locura... Adiós, hasta mañana; estás hermosísima y te quiero demasiado.