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El notario fue de un salto a mirarse en el espejo. ¡Horror y maldición! como dicen en las novelas de la antigua escuela. Se vio tan desfigurado como el día que volvió de Parthenay.

Junto a la imaginación exaltada del dependiente debía existir una enorme cantidad de sentido práctico capaz de sofocar todas las fantasías y caprichos, y a esto se debió, sin duda, que Melchor se reprimiera en sus románticas extravagancias, y en adelante, aunque sin abandonar la lectura de novelas, se dedicara con más asiduidad a sus quehaceres.

Porque Cobo, en literatura ¡caso raro! , estaba por lo espiritual, lo delicado. En las novelas deben ponerse cosas agradables, puesto que se escriben para agradar. Esto decía con notable firmeza, resollando al hablar como un caballo de carrera. Los demás asentían.

Veíase en Peñascosa haciendo la vida de hidalgo desocupado, sometido como un niño de diez años a la autoridad despótica de su padre. Su espíritu imaginativo, soñador, no podía soportar aquella inacción. Comenzó a leer a hurtadillas novelas que le proporcionaba una señora que tenía estanquillo en la calle del Cuadrante.

Todas esas escenas de comedia, en prosa y verso; todas las páginas amorosas de las novelas, en que salen a relucir las flores, los arroyuelos, las estrellas, la luna, los ángeles y los serafines, todo, absolutamente todo eso, es mentira, completamente mentira. El amor, el verdadero amor, no halla palabras, no encuentra léxico para expresarse.

No es, pues, ni el arte profundo y exquisito, ni la sutil y peregrina enseñanza de inauditas verdades, ni la superior inspiración, ni el refinamiento de la última moda de París, ni el primor del estilo, ni otras raras prendas literarias, lo que da la palma y corona de laurel a un autor de novelas: es el llegar a tiempo oportuno y el dejarse arrastrar sin miedo por la corriente.

Si no fuese por los versos y las novelas que he leído, yo no tendría de él ni noticia ni presentimiento. En mi alma ha habido predilección no pocas veces. , por ejemplo, y no quiero lisonjearte, has sido uno de mis predilectos. Lo que no ha habido en mi alma ha sido el amor perfectísimo de que nos habla la poesía. Mi alma ha tenido sus predilectos.

No se pueden leer las novelas de Flaubert, sobre todo, sin sentirse subyugado por aquella dicción pura y pintoresca que hace surgir ante nuestra vista tanta imagen graciosa, tanto cuadro brillante. Sin embargo, se ha abusado de esta cualidad feliz.

Fernando era para ella ese ideal abstracto que se forja toda mujer al sentirse enamorada por primera vez: el hombre modelo, conjunto de gracia y de fuerza, de sentimentalismo y energía, capaz de enternecerse ante una flor y de pelear como una fiera; ese personaje, en fin, mezcla de tenor amoroso y de paladín membrudo, creado por las novelas, que nunca se ve en la realidad y que turba los sueños de las vírgenes.

Jamás había Helena hablado hasta ahora de semejante cosa. ¡Si se moría por el teatro y se entusiasmaba con libros y novelas! Además, me ha dicho la doncella, que algunas mañanas ha salido con ella, al primer toque, antes de que yo me levantara, pero que como no hacían más que ir ahí al lado, no creyó que debía decirlo.