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Mucho le gustaban los domingos, con su libertad para levantarse más tarde, sus horas de holganza y su viajecito á Alboraya para oir la misa; pero aquel domingo era mejor que los otros, brillaba más el sol, cantaban con más fuerza los pájaros, entraba por el ventanillo un aire que olía á gloria: ¡cómo decirlo!... en fin, que la mañana tenía para ella algo nuevo y extraordinario.

Bajo los rasgos de lápiz azulado con que se agrandaba los ojos brillaba perpetua humedad de lágrimas. ¿Qué habría en su alma? ¿Laxitud de pecadora cansada o nostalgia de castidad atropellada? ¿Marcela? Guapísima, juguetona, sensual, elegante, mimosa y zalamera hasta el punto de aparentar que se entregaba ilusionada; pero... la codicia en persona.

¡Lleven y compren! mugía otro . ¡Aire!... ¡Marchen, marchen! Entre la miseria sórdida y gris acumulada en los puestos de las aceras brillaba de pronto un fulgor, deslumbrando a los curiosos.

Algo extraordinario distrajo a Febrer de estos pensamientos. Seguían sonando la flauta, el tamboril y las castañolas, saltaban los danzarines, giraban las atlotas, pero en los ojos de todos brillaba una mirada de alarma inteligente, una expresión de solidaridad defensiva. Los viejos cesaban en su conversación, mirando hacia la parte que ocupaban las mujeres. «¿Qué es? ¿qué esEl Capellanet corría por entre las parejas, hablando al oído de los bailarines.

Entonces vestía don Fermín un cómodo, flamante y bien cortado balandrán, y en un rincón de la alcoba se escondían las zapatillas de orillo y el gorro con mugre; el zapato que admiraba Bismarck, el delantero, y el solideo que brillaba como un sol negro, ocupaban los respectivos extremos del importante personaje.

Aquella ola de luz que se derramaba por el salón, en plena tarde, mientras en la claraboya aún brillaba el sol, parecíale la repentina entrada en la gloria que venía hacia él, para darle el espaldarazo del renombre.

El último resplandor se extinguió en la habitación y el balcón del que él no separaba la mirada se confundió con todos los demás en la obscuridad. Pero la casa, invisible para los demás, no lo era para el duque, y el balcón brillaba como un sol a sus ojos iluminados. Vio a Mantoux salir de la casa, huir a través de los campos con una carrera desesperada, sin volver la cabeza hacia atrás.

Como último toque á su vestido de sirena, tomó algunas algas y se las puso en el pecho imitando, lo mejor que pudo, la letra A que brillaba en el seno de su madre y cuya vista le era tan familiar, con la diferencia de que esta A era verde y no escarlata.

La estremidad no la podía ver, oculta por una nube que dejaba trasparentar luces y auroras... Hacía trece años día por día, hora por hora casi que se había muerto allí su madre en medio de la mayor miseria, en una espléndida noche en que la luna brillaba y los cristianos en todo el mundo se entregaban al regocijo.

La salud brillaba en sus frescas y sonrosadas mejillas; la calma, en su cándida y tersa frente, coronada de rubios rizos; la serenidad del espíritu, en sus ojos azules, donde cierto fulgor apacible de caridad y de sentimientos piadosos suavizaba el ingénito orgullo.