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La condesa se incorporó y estuvo buen rato paseando la vista por los objetos que en torno suyo yacían con insistente y extraña curiosidad, como si la hubiesen trasportado durante el sueño á un paraje que jamás hubiera visto. Tenía las mejillas encendidas: sus ojos brillaban de un modo sombrío debajo de la primorosa cofia que mantenía prisioneros los cabellos.

Quedó un momento pensativo con los ojos melancólicamente puestos en el vacío y luego añadió bajando más la voz: Hace algún tiempo fui a visitar a un amigo cuyo padre se había muerto. Estaba sumido en la desesperación: el llanto bañaba sus mejillas. Y no le faltaba motivo.

Era entonces el rey Buby un verdadero encanto, y cuando en los días de gala le ponían su corona de oro y su real manto bordado, no era el oro de su corona más brillante que el de sus cabellos, ni más suaves los armiños de su manto que la piel de sus mejillas y sus manos. Parecía un muñequito de Sévres, que en vez de colocarlo sobre la chimenea, lo hubieran puesto sentadito en el trono.

Quintanar tenía los ojos inflamados y las mejillas encendidas.... Sus confidencias le habían rejuvenecido.... ¿Pero qué hora es, hija mía? Muy tarde.... Ya sabes que en la aldea nos recogemos temprano. Los Marqueses ya están recogidos. Ahora mismo acaba de llamar la Marquesa a Edelmira, que duerme en su cuarto. Bobadas de mamá dijo Paco del mal humor apareciendo por un extremo de la galería.

Bien dijo la brigadiera con voz un poco temblorosa. ¿Y consentiría V. que me viniese a vivir con ustedes? ¿Por qué no? ¡Oh mamá! exclamó Miguel enternecido; me hace V. feliz con esa respuesta. ¡Tengo unos deseos tan vivos de vivir con VV.!... Y apoderándose al mismo tiempo de una mano de la brigadiera, la besó con efusión repetidas veces, mientras dos lágrimas le resbalaban por las mejillas.

El soldado contemplaba la cocina, muy pálido, a través del color moreno de sus mejillas, con los hundidos ojos llenos de lágrimas y sin poder dar un paso ni decir una palabra.

Encendiéronse rápidamente en una llamarada de curiosidad las mejillas del mancebo, y clavó de nuevo en Lucía sus ojos chicos examinándola implacablemente. Miranda.... ¡Ah! ¡Conque es usted la señora, la señora de Aurelio Miranda! repitió, sin ocurrirsele decir más.

A lo lejos me pareció oir las carcajadas de la moderna corte de España, confundidas con las risas de desprecio de los riffeños, de los mejicanos y de los poseedores de Gibraltar. ¡Hasta creí sentir ruido de mejillas abofeteadas, y nuevas risas, y crujidos de huesos que se removían indignados bajo las losas de los sepulcros! «¡Los extranjeros nos insultan!.....» gritaba una voz en los aires.....

Todo diálogo de un amante con su dama, está sembrado de estrellas y de flores; el sol se obscurecería si ella no le prestase la luz de sus ojos; sus mejillas siempre se comparan con la aurora, y sus cabellos son siempre redes doradas en donde se aprisionan los corazones.

Mirábase al espejo por las mañanas, y en aquella consulta infalible notaba fláccidas y amarillentas sus mejillas, antes lozanas; la frente se apergaminaba, y tenía los ojos enrojecidos y llorones.