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16 Decid de los gentiles; he aquí, haced oír sobre Jerusalén: Guardas vienen de tierra lejana, y darán su voz sobre las ciudades de Judá. 17 Como los guardas de las heredades, estuvieron sobre ella en derredor, porque [se] rebeló contra , dice el SE

Importaba oir hablar de su arte, como teórico, al gran maestro del teatro español, para no alterar, al extractarlo, el carácter esencial de su obra didáctica.

¿Grande el perro, papá? No, chico. Pasó un momento. ¡Pobre Yaguaí! prosiguió Julia. ¡Cómo estará! Súbitamente Cooper recordó la impresión sufrida al oir aullar al perro: algo de su Yaguaí había allí... Pero pensando también en cuán remota era esa probabilidad, se durmió.

Otra página blanca interrumpía de nuevo el diario bruscamente; y en la que seguía no había más que este escrito: «¡Padre, padre mío, vive! ¡Vive para !...» Y nada más.. A Ferpierre le parecía oír el grito del desesperado ruego que desde la cabecera del padre agonizante, exhalaba el pecho de la hija amorosa.

Y, sin embargo, no qué extraño temor, qué singular escrúpulo, qué apenas perceptible e indeterminado remordimiento me atormenta ahora, cuando tengo, como antes, como en otros días de mi juventud, como en la misma niñez, alguna efusión de ternura, algún rapto de entusiasmo, al penetrar en una enramada frondosa, al oír el canto del ruiseñor en el silencio de la noche, al escuchar el pío de las golondrinas, al sentir el arrullo enamorado de la tórtola, al ver las flores o al mirar las estrellas.

Tomó, pues, una silla y se sentó con mucho reposo, apercibiéndose a oír lo que la muchacha dijese y hasta a contestarle discutiendo tranquilamente con ella. Aunque la discusión y el coloquio durasen media hora, serían el andante de un dúo y harían más vivo y más grato el allegro que vendría después.

Cambió de aspecto el lacayo al oír esta revelación; dejó su aspecto altanero y un si es no es insolente; pintóse en su semblante una expresión servicial y cambió de tono; lo que demostraba que el cocinero mayor tenía en palacio una gran influencia, que se le respetaba, y que este respeto se transmitía á las personas enlazadas con él por cualquier concepto.

Terminado el discurso, rectifica brevemente Pérez, y acto continuo el presidente concede la palabra a Gutiérrez, que con el rostro encendido, las manos trémulas y los ojos inyectados, comienza a gritar más que a decir su oración. «Señores académicos exclama: No es el cristianismo, no, como acabáis de oír, el que ha engendrado nuestra civilización. Todo lo contrario.

Poca cosa cuando tan grande es el placer de serviros, contestó Roger, vivamente complacido al oir aquel elogio de tales labios. ¿Y vos? ¿Qué pensáis hacer ahora? ¿Véis á lo lejos, allá abajo, aquel enorme tronco, junto al rosal silvestre?

Pues andar a pie pareciera mal y más entonces, fuime a San Filipe y topéme con una lacayo de un letrado, que tenía un caballo y le aguardaba, que se había acabado de apear a oír misa. Metíle cuatro reales en la mano, porque mientras su amo estaba en la iglesia me dejase dar dos vueltas en el caballo por la calle del Arenal, que era la de mi señora.