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Actualizado: 1 de septiembre de 2024
Delaberge contempló entonces con mayor complacencia aun a aquella mujer... La señora Liénard estaba discutiendo a media voz con el inspector provincial, su vecino de mesa, y sin abandonar su aire de amable alegría le atacaba con maliciosas recriminaciones, ante las cuales se rebelaba el otro con tonos de malhumor. ¡Ah! no es usted muy amable con los pobres exclamaba ella.
Dimmesdale con reposado acento, como si hubiera estado discutiendo este asunto consigo mismo. Si es capaz de algo bueno, no lo sé. Probablemente la niña oyó la voz de estos hombres, porque alzando con inteligente y maliciosa sonrisa los ojos hacia la ventana, arrojó uno de los capullos espinosos al Reverendo Sr. Dimmesdale, quien con nerviosa mano y cierto temor trató de esquivar el proyectil.
Ya sabía ella lo que pasaba cuando disponían semejantes francachelas: primero, cuarteto de comentarios sobre si tal o cual hermano tenía o no manos puercas en la administración de la cofradía; y luego, cuando iba decayendo la charla, formación y aislamiento de dúos: Casilda y el cerero se quedaban en el gabinete, discutiendo la elocuencia de un predicador, mientras Damián y la cerera se iban al cuarto de la plancha.
Cuando él estaba en el café, Leonora permanecía al cuidado de la patrona, y la niña tímida, encogida y como asombrada, pasaba las horas en el salón de la antigua bailarina, rodeada de las amigas de ésta, ruinas del pasado, adoraciones ardientes de grandes señores que hacía muchos años pudrían la tierra; brujas requemadas por el amor, que miraban a cada instante sus vistosas joyas, como temiendo ser robadas, y fumando cigarrillos contemplaban a la pequeña, discutiendo su hermosura, profetizándola que iría muy lejos si sabía vivir.
Al encaminarnos juntos aquella noche fría por la calle Market discutiendo el asunto, porque habíamos preferido salir a quedarnos en el salón del hotel, a Reginaldo se le vino a la imaginación la idea de que tal vez entre los objetos pertenecientes al muerto estuviese el secreto escrito y sellado.
Tomó, pues, una silla y se sentó con mucho reposo, apercibiéndose a oír lo que la muchacha dijese y hasta a contestarle discutiendo tranquilamente con ella. Aunque la discusión y el coloquio durasen media hora, serían el andante de un dúo y harían más vivo y más grato el allegro que vendría después.
El P. Irene, prosiguió Makaraig, me ha enterado de todo lo que ha pasado en Los Baños. Parece que estuvieron discutiendo lo menos una semana, él sosteniendo y defendiendo nuestra causa contra todos, contra el P. Sibyla, el P. Hernandez, el P. Salví, el General, el segundo Cabo, el joyero Simoun...
Lo malo, como digo, son las dificultades prácticas. A veces, discutiendo con un amigo, y no logrando hacerle adoptar mis puntos de vista, yo he sentido también el deseo de arrasarlo, y, si me contuve, no fue, no, por motivos morales, sino, precisamente, por dificultades técnicas.
Además, muchos de los trabajadores del dique habían ido á Fuerte Sarmiento para asistir al entierro del contratista. Los otros estaban en el «Almacén del Gallego» ó formaban corros en las afueras del pueblo, discutiendo acaloradamente sobre la posibilidad de que se suspendiesen en breve los trabajos, quedando todos sin ocupación.
Algo saqué en limpio, sin embargo, y de mi gusto, de la ingrata tarea, y fue el conocer, a mi vez, algunos antecedentes de la vida y milagros de mi respetable huésped; entre otros, que después de terminada su carrera de abogado, había sido, durante algunos años, periodista en Madrid a la manera de entonces, tan diferente de la de ahora, discutiendo y exponiendo mucho y batallando poco; gallardías de torneo más que guerra implacable de pasiones; y que había vivido largo tiempo en varias provincias de España, unas veces por gusto y otras desempeñando, cargos públicos importantes.
Palabra del Dia
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