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¡Esos miserables tienen ahí toda la moneda de la diócesis!... Y todo eso es mío y del cerero.... ¡Ladrones!... Caballero Magistral, entendámonos; usted predica una religión de paz... pues bien, ese dinero es mío....

Ya sabía ella lo que pasaba cuando disponían semejantes francachelas: primero, cuarteto de comentarios sobre si tal o cual hermano tenía o no manos puercas en la administración de la cofradía; y luego, cuando iba decayendo la charla, formación y aislamiento de dúos: Casilda y el cerero se quedaban en el gabinete, discutiendo la elocuencia de un predicador, mientras Damián y la cerera se iban al cuarto de la plancha.

No faltó quien reconociera entre los condenados a un cerero de Orgaz que creía ser San Juan Bautista en persona y predicaba una nueva doctrina por los pueblos. El pobre hombre, deteniéndose por instantes, alzaba la mano y figuraba el gesto del Precursor en el Jordán.

Pichía parecía natural que se indignara y no sólo no se indignaba como cerero y religioso, sino que azuzaba a su amigo para que dijera cosas más fuertes contra el vicario, los coadjutores, el sacristán o la cerora. Sin embargo, Tellagorri respetaba al vicario de Arbea, a quien los clericales acusaban de liberal y de loco.

¡Miserables! decía con voz patética, de bajo profundo ¡miserables!... ¡Ministro de Dios!... ¡ministro de un cuerno!... El ministro soy yo, yo, Santos Barinaga, honrado comerciante... que no hago la forzosa a nadie... que no robo el pan a nadie... que no obligo a los curas de toda la diócesis... eso, eso, a comprar en mi tienda cálices, patenas, vinajeras, casullas, lámparas (iba contando por los dedos, que encontraba con dificultad), y demás, con otros artículos... como aras; señor ¡que nos oigan los sordos, señor Magistral! usted ha hecho renovar las aras de todas las iglesias del obispado... y yo que lo supe... adquirí una gran partida de ellas..., porque creí que era usted... una persona decente... un cristiano.... ¡Buen cristiano te Dios! ¡Jesús... que era un gran liberal, como el señor Foja... eso es... un republicano... no vendía aras... y arrojaba a los mercaderes del templo!... Total, que estoy empeñado, embargado, desvalijado... y usted ha vendido cientos de aras al precio que ha querido... ¡se sabe todo, todo, señor apaga-luces... don Simón el Mago.... Torquemada.... Calomarde!... ¿Ven ustedes este santurrón? pues hasta vende hostias... y cera... ha arruinado también al cerero.... Y papel pintado...

«Perfecta... mente», dijo en voz alta; que sea muy enhorabuena, Agustinito... eso... eso... el cultivo de las artes... nada de comercio... en esta tierra de ladrones. ¿Eh...? «Es el hijo del cerero», añadió mirando a un lado, hacia el suelo; como contándoselo a otro que estuviese junto a él y más bajo. El violín calló y don Santos dio media vuelta, como buscando las notas que se habían extinguido.

¡Ja, ja, ja! venía a decir, con la garganta y las narices ... ¡Ya están dándole vueltas!... Allá dentro, bien os oigo, miserables, no os ocultéis... bien os oigo repartiros mi dinero, ladrones; ese oro es mío; esa plata es del cerero.... ¡Venga mi dinero, señora doña Paula... venga mi dinero, caballero De Pas, o somos caballeros o no... mi dinero es mío! ¿Digo, me parece? ¡Pues venga!