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Cuando Paula estuvo segura de que había fruto de aquella traición, o de las concesiones subsiguientes, dijo a su novio: «Ahora se lo digo al amo y , cuando él te llame, te niegas a casarte, dices que dicen que no eres solo... que en fin... , , ya entiendo. ¡Lo que sospechabas, animal! , ya . Pues eso. ¿Y después?

Señora dijo inclinándose respetuosamente, quitando el gorro turco que le cubría la calva, mucho siento que usted se haya molestado en subir. Bastaba un aviso para que yo me hubiera apresurado a ir a ponerme a sus órdenes. Doña Paula respondió con un gesto de gracias, llevándose la mano al corazón que le saltaba dentro del pecho como un potro desbocado. El Duque la examinó con sorpresa.

El Chato iba y venía, espiaba en todas partes, y dos o tres veces al día entraba en casa del Provisor a dar parte de las murmuraciones a su jefe, a doña Paula, que le pagaba bien.

Teresina prometía futuras ventajas a Petra, y se despedían con más besos. ¿Quién ha estado ahí? preguntaba doña Paula. Era un pobre o uno del pueblo. Nunca se decía la verdad. Doña Paula no sospechaba nada contra la lealtad de la doncella. Registrándole el baúl, en su ausencia, había encontrado varias alhajas que bien valdrían dos mil reales.

Doña Paula volvió a sentarse y haciendo alarde de una paciencia, que ni la de un santo, dijo, con mucha calma, pesando las sílabas: A buscarte, Fermo, a eso ha ido. Mal hecho, madre. Yo no soy un chiquillo para que se me busque de casa en casa. ¿Qué diría Carraspique, qué diría Páez?... Todo eso es ridículo.... Ella no tiene la culpa; hace lo que le mandan. Si está mal hecho, ríñeme a .

Ya no se reñía, se discutía con calor, pero sin ira. Los recuerdos evocados, sin intención patética, por doña Paula, habían enternecido a Fermo. Ya había allí un hijo y una madre, y no había miedo de que las palabras fuesen rayos. Doña Paula no se enternecía, tenía esa ventaja. Llamaba mojigangas a las caricias, y quería a su hijo mucho a su manera, desde lejos.

Paula arrancó de una vez al pobre párroco de Matalerejo, el más casto del Arciprestazgo, el resto del precio que ella había puesto al silencio. ¡Con qué fervor predicaba el buen hombre después la castidad firme! «¡Un momento de debilidad te pierde, pecador; basta un momento!

Don Álvaro, si don Víctor no había descubierto nada o si no sabía que don Víctor le había descubierto, volvería otra vez, como todas las noches acaso... y él, don Fermín, podía esperarle al pie de la tapia, en la calleja, en la obscuridad... y allí, cuerpo a cuerpo, obligándole a luchar, vencerle, derribarle, matarle.... ¡Para eso serviría aquel cuchillo!». Doña Paula se movió arriba.

Algún escrúpulo de conciencia, el deseo de mayor perfección. Yo que soy desgraciado; yo, señora, no debiera estar en el mundo. ¿Pero qué tiene usted? preguntó Paula con mucho interés. Dígamelo usted todo. ¿No dice usted que le he consolado otras veces? Ahora le consolaré si me descubre una nueva desventura. Cuénteme usted. Mis desdichas no son para contadas.

A doña Paula se le ocurría un medio de castigar a los infames, sobre todo al barbilindo agostado; este medio era divulgar el crimen, propalar el ominoso adulterio, y excitar al don Quijote de don Víctor para que saliera lanza en ristre a matar a don Álvaro. «Y nada de esto se le podía decir a Fermo».