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Y llevándose tras á Montiño, que estaba adherido á él por el terror, salió de su aposento y poco después del alcázar. Encamináronse á casa de la Dorotea. Cuando llegaron á la puerta, el bufón dijo al cocinero: Llamad y entrad, aquí os aguardo. Montiño llamó temblando. Abrióse la puerta y apareció Pedro.

Isidro, que había subido al paseo, miró por una ventana. «Lo mejor del buque» estaba allí, oprimido, amontonado ante la plataforma de los músicos. Las señoras, en primer término, ocupaban las sillas, y detrás de ellas los hombres, de pie, codo con codo, llevándose el pañuelo a la frente sudorosa.

¡Tengo unas ganas de conocer a esa célebre hermosura...! afirmó Juan. Don José no había dejado nada en el plato más que el hueso. Después exhaló un hondísimo suspiro, y llevándose la mano al pecho, dejó escapar con bronca voz estas palabras: La hermosura exterior nada más... sepulcro blanqueado... corazón lleno de víboras.

Su orgullo consistía en ser un «buen preso», imitando los gestos y la impasibilidad de los veteranos del crimen que estaban abajo; en conocer los toques de corneta y moverse automáticamente, cual si llevase varias campañas y viviera en la casa como en su propio elemento. Saludó al empleado llevándose la mano a la cabeza y quedó inmóvil.

Despidiéndose de su venerable huésped, se aleja meditabundo, llevándose aquellos gratos recuerdos que no olvidará en mucho tiempo. Si en semejante situacion de espíritu, le place á nuestro poeta intercalar en sus relaciones de viaje algunas reflexiones sobre los institutos religiosos, ¿qué os parece que dirá? Es bien claro.

¡Vamos, niñas, que nos están mirando! dijo Luisa. Enjugad las lágrimas y vamos a pasear. Y en efecto, llevándose el pañuelo a los ojos, ella la primera, con rostro sereno y risueño se mezclaron agrupadas entre la muchedumbre; y las perdí muy pronto de vista. Madrid posee una biblioteca nacional.

¡Aprieta!... ¡Viva Cafetera! exclamó el jefe, echando á correr hacia San Felipe. ¡Viva! contestaron los demás, siguiéndole y llevándose en medio al protegido.

Acaso este pobre anciano se viera precisado a salir de la casa donde ha vivido, que ha fabricado con ilusión para morir en ella en brazos de su esposa. La voz del duque se alteraba por momentos; sus ojos se arrasaban de lágrimas. Todavía siguió en este tono patético un rato. Al fin cayó como desfallecido en la butaca, llevándose el pañuelo a los ojos.

Arriba no había más oyente que Miguel Fedor, lejos de los músicos, de espaldas á ellos, mirando á sus pies las aguas espumosas y partidas que escapaban como un doble río á lo largo del buque, llevándose á la boca el cigarro, que hacía surgir por un momento de la sombra, coloreado de rojo, su rostro pensativo. El yate guardaba otra corporación más silenciosa.

Y llevándose la mano al seno, sacó rápidamente una navaja de grandes dimensiones, la navaja de marras. Pero en aquel instante las manos del agente la sujetaron por detrás, D. Laureano retrocedió más pálido que la cera. Déjenme ustedes que saque las tripas a ese infame gritaba la chula tratando de desasirse. Pero al volver la cabeza para ver quién la sujetaba, quedose repentinamente inmóvil.