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Ya sois bueno dijo Luisa , conocéis que habéis sido malvado, y queréis contentarme con regalos, como si con los regalos pudiera curarse el alma. Y Luisa se echó á llorar desconsoladamente; aquel llanto era por la muerte del sargento mayor á quien amaba, y con quien había pensado gozar fuera de España el dinero robado á su marido.

Ella lo creyó como era natural, y le dió hasta el último maravedí para el viaje. El amante partió; llegó á Rodhese, se avino con sus padres, y se determinó que fuera á seguir su carrera á Estrasburgo, en donde se halla actualmente. Luisa no ha visto de él una sola letra, y tuvo estas noticias por medio del amo del hotel, que escribió al país para averiguar lo ocurrido.

Y doña Luisa, inmóvil en su asiento, siguiendo con la mirada el paso de Chichí entre las tumbas, volvía á, interrumpir su rezo: ¡Señor, por las madres sin hijos... por los pequeños sin padre... por que tu cólera nos olvide y tu sonrisa vuelva á nosotros! El marido, caído en su asiento, miraba también el campo fúnebre.

No hay que afligirse demasiado dijo Montiño , nacemos para morir y mi hermano era viejo. ¿Y durará mucho tu ausencia, Francisco? dijo Luisa. Mañana, á más tardar, estaré de vuelta. Saca mi loba de camino, Inesita; y mis botas, yo voy por mis pedreñales, siempre es bueno ir bien preparado. Y Montiño abrió una puerta con una llave que sacó de su bolsillo, y entró y cerró.

Doña Beatriz la Coya en esto ha ido A Lima, se halla gran Señora, Por haber el bautismo recibido: Bien muestra ser del Inca sucesora. Al muy sábio Loyola por marido Le cupo, de quien es merecedora. Doña Luisa estaba cerca de ella, De Ulloa compañera, clara estrella.

Y todos los valientes que allí se encontraban, levantando la cabeza, gritaron: ¡Animo, señora Lefèvre! Entonces, la pobre mujer, dominada por tantas emociones, rompió a llorar, apoyándose en el hombro de Juan Claudio; pero éste la tomó en sus brazos como una pluma y salió corriendo a lo largo del muro, a la derecha; Luisa les seguía sollozando.

Montiño fué á sentarse en la silla que había dejado desocupada su hija. Vamos, Francisco dijo Luisa, viendo que su marido guardaba silencio , ya estamos solos. ¡Es que!... ¡!... ¡yo!... ¡! tartamudeó Montiño, á quien faltó de todo punto el valor. Estaba viendo por completo sin gorguera el cuello blanco y redondito de su mujer. ¿Pero qué es ello? dijo Luisa.

¡Oh! ¡Qué bueno eres! Y, en un momento, las lágrimas de Luisa se secaron. Marcharemos a batir los bosques, a luchar. ¡Ah! exclamó Hullin moviendo de arriba abajo la cabeza ; ahora lo veo claro; no puedes negar que eres la pequeña heimatshlos. ¡Vaya usted a domesticar una golondrina!

¿Ve usted aquella casa, aquella, la nueva, la que está pintada de gris? Pues ahí vive una persona que toca mejor que Luisa.... ¿No lo sabía usted? ¡Ah! , la señorita Fernández. ¡! ¡Esa!... murmuró maliciosamente la parlanchina. ¿Y qué? ¿Qué? La señorita Fernández... repitió con mucha sorna la morena. ¿Por qué lo niega usted? dijo la rubia. ¿Qué tiene eso de malo?

La tormenta estaba encima. Son ustedes muy maliciosas. Es cierto que estuve en la casa del señor Fernández..., ¿y qué? ¡Vaya! ¡Vaya! Confiesa usted... exclamó Luisa, abanicándose. Nada tiene de extraño. Ya saben ustedes que los negocios.... Fuí a recoger una firma. ¡Puede! Si nosotras estábamos allí.... Fuimos a pagar la visita. Ya nos daba vergüenza ver a Gabriela.