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Además de este natural afecto, el buen hombre sentía otros: amaba, en primer término, a su prima, la anciana labradora que tenía en arriendo «El Encinar», Catalina Lefèvre, y a su hijo Gaspar, que había entrado en quinta aquel año, un buen muchacho, novio de Luisa y cuyo regreso esperaba la familia cuando la campaña terminase.

No sabes, no sabes lo que sucede. ¡Oh, Dios mío! ¡y sabe Dios cuándo podremos volvernos á ver! Cuando volvamos á vernos será para no separarnos. Pero adiós, adiós, que estoy haciendo falta en otra parte. ¿Dónde hará falta este pícaro? dijo Quevedo. Oyóse entonce un beso dentro de la habitación. Cuando miró Quevedo de nuevo por los agujeros, ni Luisa ni don Juan de Guzmán estaban en la estancia.

Su dulce rostro resplandecía de contento, y sus grandes ojos azules brillaban como llenos de entusiasmo; hasta parecía que la joven hablaba en voz alta. Hullin prestó atención, pero precisamente en aquel momento pasaba un carro por la calle y no pudo oír nada. Entonces, tomando una resolución sin titubear, entró diciendo con voz fuerte: Luisa, ya estoy de vuelta.

Durante todo el día llegaron muchos carruajes y schlittes para trasladar a los heridos, que pedían a grandes voces ser llevados a sus aldeas. El doctor Lorquin, temeroso de aumentar la excitación que los desgraciados sufrían, se veía obligado a acceder a su petición. Cerca de las cuatro de la tarde, Catalina y Hullin se hallaron solos en la sala grande. Luisa había ido a preparar la cena.

Yo me he callado dijo Luisa... y te alborotas, yo tengo evidencias y sufro... y me resigno... ¡Qué desgraciada soy! Yo no quiero ir á un convento, padre exclamó Inesita entrándose de repente y colgándose al cuello de Montiño. Yo me moriré si me encuentro en este trance cruel lejos de mi esposo y señor... Yo no puedo vivir sino al lado de mi buen padre.

Había olvidado con desprecio á aquella detestable Verónica... ¡pero Luisa!... ¡una muchacha que era moza de retrete, y á la que he hecho casi una dama! Pero no la habéis dado marido, y ella se ha provisto de galán. ¡Pero qué galán! Cosas de las mujeres. ¿Y qué debo hacer?

Levantó el pesado cobertor de lana que tapaba el nido de búhos y vio a Catalina, a Luisa y a los demás sentados alrededor de una pequeña hoguera, que iluminaba las grises paredes. La anciana, sentada en un tronco de encina, con las manos cruzadas sobre las rodillas, miraba a la llama fijamente, con los labios contraídos y el color quebrado. Luisa, recostada sobre la pared, parecía que soñaba.

No se lo volverá á encargar más dijo con acento lúgubre Montiño. ¿Y por qué, esposo y señor? dijo suavemente Luisa. Porque nadie encarga nada á los muertos contestó con acento doblemente lúgubre el cocinero. ¡Que ha muerto! preguntó con la misma suavidad y la misma indiferencia Luisa. ¿Pues por qué estoy yo aquí? exclamó en una de sus chillonas salidas de tono Montiño.

Luego, en tono más tranquilo, prosiguió: Oye, Hullin; no te quiero mal; eres valiente; los descendientes de tu raza pueden mezclarse con los de la mía; deseo una alianza contigo, lo sabes... ¡Vamos! pensó Juan Claudio ; otra vez me va a hablar de Luisa... Y como previese una petición en regla, dijo: Yégof, lo siento mucho; pero me veo obligado a dejarte; ¡tengo tantas cosas que ver!...

Acercose a la cama y vio con asombro sus trajes de abrigo, sus chalecos de franela muy bien cepillados, muy bien doblados y perfectamente empaquetados; allí estaba asimismo el paquete de Luisa con sus vestidos, sus faldas y sus recios zapatos cuidadosamente ordenados.