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Actualizado: 23 de septiembre de 2024
En los ojos del Magistral, verdes, con pintas que parecían polvo de rapé, lo más notable era la suavidad de liquen; pero en ocasiones, de en medio de aquella crasitud pegajosa salía un resplandor punzante, que era una sorpresa desagradable, como una aguja en una almohada de plumas.
El duque, guiado por el sonido, buscó entre la obscuridad y tropezó primero con un traje de brocado; luego con un hombro redondo que se retiró de una manera nerviosa, y al fin, con un brazo desnudo de una morbidez y una suavidad exquisitas, yendo á parar, por último, á una mano incomparable por su forma, pequeña, gruesecita, cuajada en los dedos de gruesos cintillos, que temblaba y estaba fría.
Fermín nada veía de nuevo en aquel salón blanco, de una blancura de panteón, fría y cruda, con su pavimento de mármol, sus paredes estucadas y brillantes, sus grandes ventanales de cristal mate, que rasgaban el muro hasta el techo, dando a la luz exterior una láctea suavidad. Los armarios, las mesas y las taquillas de madera oscura, eran el único tono caliente de este decorado que daba frío.
Abrió el balcón del despacho de par en par. Ya había salido la luna, que parecía ir rodando sobre el tejado de enfrente. La calle estaba desierta, la noche fresca; se respiraba bien; los rayos pálidos de la luna y los soplos suaves del aire le parecieron caricias. «¡Qué cosas tan nuevas, o mejor tan antiguas, tan antiguas y tan olvidadas estaba sintiendo! Oh, para él no era nuevo, no, sentir oprimido el pecho al mirar la luna, al escuchar los silencios de la noche; así había él empezado a ponerse enfermucho, allá en los Jesuitas: pero entonces sus anhelos eran vagos y ahora no; ahora anhelaba... tampoco se atrevía a pedir claridad y precisión a sus deseos.... Pero ya no eran tristezas místicas, ansiedades de filósofo atado a un teólogo lo que le angustiaba y producía aquel dulce dolor que parecía una perezosa dilatación de las fibras más hondas...». La sonrisa de la Regenta se le presentó unida a la boca, a las mejillas, a los ojos que la dieran vida... y recordó una a una todas las veces que le había sonreído. En los libros aquello se llamaba estar enamorado platónicamente; pero él no creía en palabras. No; estaba seguro que aquello no era amor. El mundo entero, y su madre con todo el mundo, pensaban groseramente al calificar de pecaminosa aquella amistad inocente. ¡Si sabría él lo que era bueno y lo que era malo! Su madre le quería mucho, a ella se lo debía todo, ya se sabe, pero... no sabía ella sentir con suavidad, no entendía de afectos finos, sublimes... había que perdonarla. Sí, pero él necesitaba amor más blando que el de doña Paula... más íntimo, de más fácil comunión por razón de la edad, de la educación, de los gustos...
Don Paco se acercó a Juanita para besarla. Ella le separó con suavidad y se esquivó poniéndose muy seria y exclamando: Déjame. No te llegues a mí. Respétame como a tu reina y como mi caballero que eres. Las flores del romero serán miel en su día; ahora, no. Ve mañana a mi casa, a las diez y media de la noche. Allí hablaremos con mi madre. Adiós.
Pero ninguno es mas eficaz que el carbonato de cal para devolver á la piel arrugada su flexibilidad y su suavidad, y al cuero cabelludo los cabellos que se caen.
Tenía el mismo temperamento de su glorioso padre, enemigo irreconciliable de las traiciones y emboscadas. Naturalmente, ¿qué había de pasar? prosiguió el artista en un tono de voz indefinible, pues no se sabía si quería llorar o reir. Al mismo tiempo pasaba la navaja con suavidad por la garganta del bizarro mancebo para despojarle de algunos pelos importunos. ¡Naturalmente!
Ofrece mayor variedad, más riqueza de color. Hay sitios agrestes allá en el puerto que hemos atravesado, comparables a los más decantados paisajes de la Suiza. Y al llegar a la costa, se encuentra la misma suavidad de las líneas, la misma dulzura en el ambiente, que en el Mediodía de Italia. ¡Oh, señor Duque, usted nos favorece demasiado! Pura amabilidad, señor Duque.
Lo que inquietaba algo a Juanito, en medio de su felicidad, eran las atenciones que con él tenía su mamá, las miradas cariñosas, los «¡hijo mío!» dichos en un tono halagador, con la suavidad mimosa de una caricia. ¡Malo, malo!
¿Qué pasa, hija mía? preguntó a su cónyuge con la suavidad del mundo, y dando diente con diente, inclinado sobre la cabecera del lecho matrimonial. Quiero que vayas tú mismo a buscar a D. Basilio, ahora, enseguida, antes que salga a la visita; quiero verle inmediatamente. Pero, ¿te sientes mal? ¡Tú, que estabas ahora tan buena!... Por lo mismo, yo me entiendo.
Palabra del Dia
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