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La noche anterior temió que no le quedase dinero para poder comer al día siguiente. Pero Valeria había pasado la mañana haciendo preciosos descubrimientos en los armarios: billetes de Banco perdidos entre las ropas, placas del Casino olvidadas en los libros, hasta un papel de mil francos envolviendo una vieja pastilla de jabón. Cesó repentinamente de enumerar estos hallazgos. ¡Mira!... ¡mira!

Petra salió, volviendo con árnica que no quiso aplicarse la Regenta; después vino con tila, recogió los restos de los cachivaches y los puso sobre mesas y armarios como si fueran reliquias santas. Sentía un júbilo singular viendo aquella ruina de objetos que ella tenía que considerar como vasos sagrados de un culto desconocido.

Ambos penetraron en la sala, que era una habitación alta y bastante grande cubierta de maderas hasta el techo, con armarios de roble provistos de brillantes herrajes, con una estufa en forma de pirámide que comunicaba con la cocina, un reloj antiguo que contaba los segundos, dentro de una caja de nogal, y un gran sillón de cuero, articulado por una cremallera, que había sido usado por diez generaciones de ancianos.

La primera noticia que Miguel tuvo del matrimonio de su padre se la dio el tío Bernardo, persona de extremada respetabilidad y carácter. Tomole de la mano gravemente momentos antes de comer, y le llevó a su escritorio, una pieza de aspecto sombrío, llena de cachivaches antiguos, grandes armarios de libros y cuadros al óleo que el tiempo había oscurecido hasta no percibirse siquiera las figuras.

Los marcos y demás ornamentación, aljabas, palomitas, lazos y flores, todo de madera charolada o más bien esmaltada de blanco con filetes azules. En los ricos aparadores del comedor y en sus armarios de roble esculpido, había mucha plata labrada, y en las paredes se veía suspendida multitud de platos de diversas épocas y procedencias, muestras escogidas del arte cerámica.

Sólo así lograba entrar en su gracia. Poco tiempo después de haberse trasladado Miguel, fue testigo de una de las más repugnantes escenas de este género. Cuando terminó con el piano una mañana, Julita se fue al comedor, y motu propio, por su extremada inclinación al aseo, sacó toda la vajilla de los armarios y se puso a limpiarla esmeradamente y a colocarla de nuevo en su sitio.

Cedió en seguida la mayordoma: la ropa blanca era su dulce manía. Subieron al piso alto, amontonaron la ropa sucia en una gran cesta, pero antes de colocarla sobre la cabeza de la doncellita, D.ª Robustiana tuvo la condescendencia, para ella siempre sabrosa, de mostrarle una vez más los armarios de la ropa.

Ya podían allá abajo morir los reyes y desquiciarse los imperios, hundirse las islas y abrirse los volcanes, D.ª Robustiana, arrobada en la contemplación de tantas y tantas docenas de sábanas bordadas y manteles adamascados, no saldría, bien seguro, de su éxtasis feliz. ¿Por ventura allá en Madrid la reina tendría en sus armarios tanta ropa? Quizá.

Aquél concluyó por darle las llaves de los armarios. «Cecilia, voy a vestirmeLa joven corría al cuarto y a los pocos momentos volvía diciendo: «Ya lo tienes todo». Gonzalo encontraba, en efecto, la ropa plegada sobre la cama, la camisa con los botones puestos, las botas relucientes, al lado de la mesa de noche. «Cecilia, se me ha descosido un poco el forro del gabánCuando tornaba a ponérselo ya estaba cosido.

El despacho es de paredes blancas, con dos armarios llenos de libros, con una mesa de columnillas salomónicas, con anchos fraileros acá y allá adornados de chatones lucientes.