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Hay hombres que parecen cerrados como armarios; un extraño no sabe lo que hay dentro. Este viejo es de esos hombres. ¿Por qué ha llamado? ¿Qué quiere? ¿Qué va a decir?

Hasta que la enferma sanase no había buen humor en la casa. Era un marido cominero. Para eso tal vez no le faltaba razón. La apatía de su mujer era tan grande, que si él no se encargase de tomar la cuenta a la cocinera y manejar las llaves de los armarios, Dios sabe cómo andaría la casa. Mariana no disponía ni ejecutaba nada. Su papel era el de una hija de familia, y lo aceptaba sin pesar.

Presentación pasó a dormir en un cuartito interior, donde antes tenían los armarios de la ropa. Mario nadó los primeros días en una gloria azul y luminosa sembrada de estrellas, cercada de querubines alados como las que colocan los pintores en la esquina del cuadro cuando quieren representar la muerte de un santo.

Hay viejas cámaras con puertas cuadradas, con cerraduras chirriantes, con techos inclinados de retorcidas vigas, con lejas anchas, con armarios telarañosos que encierran un espejo roto, un velón, una careta de colmenero; con largas cañas colgadas del techo, de las que en otoño penden colgajos de uvas, melones reverendos, gualdos membrillos, manojos de hierbas olorosas.

Subió, pues, á casa é inmediatamente se puso á sacar de los armarios y á descolgar de las perchas la ropa que le pertenecía y á guardarla en el baúl. Se iba: se iba inmediatamente. Mientras colocaba con toda calma y cuidado la ropa, pensaba en el sitio adonde debía dirigirse.

Sed, pues, bueno, y decidme de antemano qué encierra ese cofre. Vamos, loca, estáis bromeando. ¿Qué puede haber en él? Un poco de dinero y títulos de deudas públicas; porque ya os imaginaréis que no soy tan estúpido como para guardar mi dinero sin que produzca. Cuando volvamos de la iglesia, ya marido y mujer, os entregaré las llaves del cofre y de los armarios.

Crecen en sus intersticios ortigas y parietarias, que sirven de guarida en el verano a los pequeños renacuajos. Penétrase en seguida en espacioso corredor, cuya anchura queda un tanto reducida por unos grandes armarios de nogal que sirven a los campesinos para guardar la ropa, el trigo y la harina.

Después se fueron al cuarto de don Mariano, que era un magnífico gabinete con dos balcones a la plaza, decorado con gusto severo y clásico; grandes sillones de cuero, ricos tapices, escritorio de ébano y armarios para los libros de la misma madera. En las paredes colgaban algunos retratos de familia pintados al óleo.

Cuando volvieron a sus casas se apresuraron a guardar cuidadosamente la inteligencia en los armarios y en los cajones. Sin embargo, había algunos hombres que la llevaban siempre en la cabeza; éstos eran unos hombres soberbios y ridículos que querían saberlo todo. Había otros que la sacaban de cuando en cuando, por capricho o para que no se enmoheciese.

La enfermedad la tenía prisionera en su casa; pero en los momentos de calma, cuando el pícaro dolor no la hacía ir de un lado a otro como una loca, hojeaba catálogos y figurines de París, escribía a sus proveedores de allá, y rara era la semana en que no llegaban cajones con las últimas novedades: trajes, sombreros y joyas que, después de contemplados y manoseados un día en el cerrado dormitorio, caían en los rincones o se ocultaban para siempre en los armarios, como juguetes inútiles.