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Actualizado: 28 de mayo de 2025


Cuando D. Álvaro abrió los ojos al fin y le vio enfrascado en la lectura, le preguntó sonriendo: ¿Le interesa a usted ese libro, padre? Muchísimo. Pues lléveselo usted... Llévese usted el primer tomo, que ése es el segundo. Y levantándose y sacándolo de uno de los armarios, se lo presentó al sacerdote. Este vaciló en tomarlo. ¿Está condenado por la Iglesia?

Cuando iba sola a abrir los armarios, experimentaba gran deleite en meter la cabeza dentro de ellos y hundirla entre la ropa, gozando de la frialdad del lienzo en el rostro y aspirando con voluptuosidad su aroma saludable. La luz que penetraba a torrentes por el blanco tul de las cortinas, la charla incesante y las sonoras carcajadas de los jóvenes llenaban la pieza de alegría y animación.

Y como quiera que la tienda era grande y la lámpara tenía pantalla, su luz blanca y crecida, en forma de mariposa, no conseguía traspasar los polvorientos cristales de los armarios. Si no supiéramos, pues, hace tiempo, que D. Marcelino comerciaba en paños y bayetas, no era fácil que ahora nos informáramos del contenido de tales armarios.

Para despachar bien y pronto lo que proyectaban, era indispensable que se volvieran a la cocina los tertulianos que, dispersos por aquí o en rebaños por allá, todo lo obstruían... y apestaban, y no había manera de revolverse entre ellos. Hízose así al punto por mi mandato, y empezaron las dos mujeres a saquear alacenas, armarios y cajones. Facia guiaba, y yo seguía como un autómata a las tres.

Gabriel llamaba la atención sobre don Cerebruno, el prelado medioeval, llamado así por su enorme cabeza. Pero el guardarropa era lo que mayor asombro producía en los forasteros. Era una pieza con grandes estanterías y armarios de madera vieja.

De época en época, cuando venía algun profesor complaciente, se señalaba un día del año para visitar el misterioso Gabinete y admirar desde fuera los enigmáticos aparatos, colocados dentro de los armarios; nadie se podía quejar; aquel día se veía mucho laton, mucho cristal, muchos tubos, discos, ruedas, campanas, etc.; y la feria no pasaba de allí, ni Filipinas se trastornaba.

Un curioso entra en el archivo, echa una ojeada sobre los estantes, armarios y cajones, y dice: «esto es una confusion; para distinguir lo auténtico de lo apócrifo, y arreglarlo todo en buen órden, es necesario pegar fuego al archivo por sus cuatro ángulos, y luego examinar la ceniza.» ¿Qué os parece de la ocurrencia?

Por todas partes un diluvio de armarios y una inundación de comodidades perfectamente inútiles... Antes del sobrado, hay una gran pieza abohardillada que es el dominio de Celestina y en la que las paredes están cubiertas de imágenes sagradas; hay hasta diecinueve San Antonios en diversas actitudes y ocho San Benitos; en cambio no hay más que un Sagrado Corazón, una sola Virgen y un San José.

Sevilla entera se alegró; dio un suspiro de descanso, exclamando: ¡Al fin la hemos casado! Aquí dan comienzo las desdichas del héroe de nuestra historia. Tan pronto como la noble doncella andaluza pisó los umbrales de la casa de Rivera, tomó las llaves de los armarios y se encargó de su dirección, tuvo a bien arrojarle el guante.

Se le llamaba «el cuarto de la plancha», porque, en efecto, allí se planchaba la ropa de la casa. Las paredes que no ocupaban los armarios estaban pintadas lisamente de blanco. Carmen entró como un huracán por la puerta gritando: ¡Señorita Marta, señorita Marta! ¿Qué sucede? preguntó ésta con sobresalto. ¡Que el Menino se ha escapado, señorita!

Palabra del Dia

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