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Contentísima se quedó la Pipaón, y no pensaba más que en el modo de introducir en la arqueta los dineros. Una pequeña dificultad ocurría, y era que no teniendo un billete de 400 escudos, sino varios de los pequeños, había de procurarse uno de aquellos. Si los billetes eran de otra clase, aunque la cantidad fuese la misma, el cominero se llamaría a engaño.

Hasta que la enferma sanase no había buen humor en la casa. Era un marido cominero. Para eso tal vez no le faltaba razón. La apatía de su mujer era tan grande, que si él no se encargase de tomar la cuenta a la cocinera y manejar las llaves de los armarios, Dios sabe cómo andaría la casa. Mariana no disponía ni ejecutaba nada. Su papel era el de una hija de familia, y lo aceptaba sin pesar.

Aquel plegarse a todos los oficios íntimos de alcoba, a todas las complicaciones del capricho de la enferma, de las voluptuosidades tristes y tiernas de la convalecencia, parecían en Bonifacio, por lo que toca al aspecto material, no las aptitudes naturales de un hermafrodita beato o cominero, sino la romántica exageración de un amor quijotesco, aplicado a las menudencias de la intimidad conyugal.

Pero contra lo que esperaba, el cominero no habló una palabra de viaje a la mañana siguiente. Levantose tarareando y parecía olvidado del asunto. En vano Rosalía le pinchaba, echando pestes contra los baños de los Jerónimos y quejándose de un calor mortífero.

Al cabo de poco tiempo, los pulperos de ocho manzanas a la redonda de la plaza estaban fastidiados del cominero don Julián y adoptaron el mismo acuerdo de sus cuatro camaradas. No faltó quien contara al virrey los trotes y apuros de su mayordomo para conseguir huevos frescos, y un día que estaba su excelencia de buen humor le dijo: Julián, ¿en dónde compraste hoy los huevos?

Tal vez Felipe II, si resucitase y reinase de nuevo en España, él, tan identificado con el espíritu nacional y con el pensamiento nacional de entonces, sería hoy no menos cominero y desconfiado y no menos engorroso que ya lo fue; pero dejándose llevar de la corriente de los tiempos, lejos de ser fanático, sería librepensador, aunque con disimulo, con firmeza, y procuraría por diferentes orientaciones, como se dice ahora, aquel engrandecimiento y aquella prosperidad de sus Estados que sin duda procuró cuando reinaba por vez primera.

Al anochecer de aquel día, cuando Bringas sacó la arqueta, la dama tenía sus papeles preparados para hacerlos actuar convenientemente en caso de que el cominero abriese el doble fondo. Pero no lo abrió.

Al día siguiente, que fue el 25 de Julio, día de Santiago, apretó el calor de una manera horrible. Bringas estaba en mangas de camisa y Rosalía, con una bata de percal muy ligero, no cesaba de abanicarse, renegando a cada instante del clima de Madrid y de aquella exposición a Poniente que había elegido Bringas para su vivienda. ¡Y el cominero tenía la desfachatez de decir que el calor le gustaba, que era muy sano y que compadecía a los tontos que se iban fuera! Aquel mismo día de Santiago el gran economista había anunciado solemne y decididamente a toda la familia que no irían a baños, con lo cual estaba Rosalía más sulfurada que con el calor. ¡Prisionera en Madrid durante la canícula, cuando todas sus relaciones habían emigrado! La alta ciudad palatina estaba ya casi desierta. La Reina se había ido a Lequeitio, y con ella doña Tula, doña Antonia, la mayor y más lucida parte de la alta servidumbre. Milagros y el señor de Pez también estaban preparando su viaje. Se quedaría, pues, sola la pobrecita, sin más amistad que Torres, Cándida y los empleadillos y gente menuda que vivían en el piso tercero... Su excitación era tal, que en todo el día no dijo una palabra sosegada, y todas las que de su augusta boca salían eran ásperas, desapacibles, amenazadoras. Paquito estaba tendido sobre una estera leyendo novelas y periódicos. Alfonsín enredaba como de costumbre, insensible al calor, mas con los calzones abiertos por delante y por detrás, mostrando la carne sonrosada y sacando al fresco todo lo que quisiera salir. Isabelita no soportaba la temperatura tan bien como su hermano. Pálida, ojerosa y sin fuerzas para nada, se arrojaba sobre las sillas y en el suelo, con una modorra calenturienta, desperezándose sin cesar buscando los cuerpos duros y fríos para restregarse contra ellos. Olvidada de sus muñecas, no tenía gusto para nada; no hacía más que observar lo que en su casa pasaba, que fue bastante singular aquel día. Don Francisco dispuso que se hiciera un gazpacho para la cena.

Tampoco era un perro cominero que llevase la cesta al mercado y la bolsa de los cuartos y viniese muy tranquilo para casa con la carne y el pan sin tocar de ellos. Había formado opinión muy severa sobre todas estas niñerías que no tienen inconveniente en ejecutar los perros sietemesinos. Si alguien le hubiera propuesto una cosa parecida, es seguro que lo hubiera rechazado enérgicamente.

Ya las flexibles manos del cominero acariciaban la parte por donde la tapa del doble fondo se levantaba. Rosalía invocó a todos los santos, a todas las Vírgenes, a la Santísima Trinidad, y aun se cree que hizo alguna promesa a Santa Rita si la sacaba en bien de aquel apuro.