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Lo decía en un tono que rebosaba de alegría, moviéndose delante del espejo y dando pataditas en el suelo. Después se puso a silbar La donna e móvile y se fue a la alcoba a buscar la camisa que ya tenía preparada sobre la cama. Pero la camisa no logró satisfacerle como el pantalón; la pechera hacía bomba y el cuello estaba poco descotado.

Una mañana entró Sabel a la hora de costumbre con las jarras de agua para las abluciones del presbítero, que, al recibirlas, no pudo menos de reparar, en una rápida ojeada, cómo la moza venía en justillo y enaguas, con la camisa entreabierta, el pelo destrenzado y descalzos un pie y pierna blanquísimos, pues Sabel, que se calzaba siempre y no hacía más que la labor de cocina y ésa con mucha ayuda de criadas de campo y comadres, no tenía la piel curtida, ni deformados los miembros.

Luego, habiéndola calzado las rojas chinelas perfumadas con ámbar, levantó delicadamente la camisa de noche y diola un beso en la carne. La niña la contuvo con ambas manos, exhalando melindrosa quejumbre. La misma doncella sacó después de un arcón otra camisa con puntas y vino a ofrecérsela sobre un azafate.

Después que hubo colocado los efectos sobre la mesa de noche y esparcido la pomada sobre las hilas con un cuchillo, la joven esposa dijo suavemente: Vamos. Gonzalo se incorporó, y desabrochando la camisa expuso al aire su pecho de hércules de circo, a cuyo costado derecho estaba adherida una cantárida. La joven se inclinó para levantar el parche.

Sombrero blanco de alas estrechísimas, americana que parecía hecha de tela de jergón, camisa amarilla, guantes de color lila, y en vez de corbata un pañuelo blanco en forma de chalina, con una gruesa perla clavada. ¡Precioso, precioso! dijo al contemplar aquel pintoresco cuadro, levantando con trabajo los párpados.

Saliéronle al encuentro, y, preguntándole por don Quijote, les dijo cómo le había hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto de hambre, y suspirando por su señora Dulcinea; y que, puesto que le había dicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar y se fuese al del Toboso, donde le quedaba esperando, había respondido que estaba determinado de no parecer ante su fermosura fasta que hobiese fecho fazañas que le ficiesen digno de su gracia.

Cual en Madrid en tiempos, el día del Corpus, daba los patrones á la moda, así en Filipinas los da el de la fiesta de Binondo. Con arreglo á lo tácitamente convenido en aquella, nuestra dalaga ostenta camisa de piña sombreada, corto y airoso tapis de glasé, vistosa saya de gró á rayas verdes y blancas, chinela bordada en plata, escapulario de finos relieves y terno completo de corales.

Pues miren cómo la da un beso en mitad de los labios, y la priesa que ella se da a escupir, y a limpiárselos con la blanca manga de su camisa, y cómo se lamenta, y se arranca de pesar sus hermosos cabellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleficio.

En una palabra: mis vecinos tienen el balcón por casa, excepto para dormir y vestirse; y ni aun en estas dos ocasiones quieren prescindir totalmente de la publicidad. Tremontorio y Bolina, especialmente, se mudan la camisa y los pantalones en medio de la sala... con todas las puertas abiertas; pero donde se echan los botones y se amarran la cintura con la indispensable correa, es en el balcón.

Es que cuando la verdad vale algo es siempre horrorosa en el punto en que se la quita la camisa. ¿Y qué era lo que habían meditado ese hombre y esa mujer? Quevedo notó con alegría, con una alegría sui generis, que don Juan llamaba esa mujer á la desdichada Dorotea. Habían querido matar á un ángel. ¿A Clara?