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Actualizado: 22 de mayo de 2025
En efecto, los filisteos la impresionaron agradablemente; pero Mutileder, su capitán, le pareció una divinidad y no un hombre cualquiera. Era Guadé tan hermosa como las noches serenas del estío; sus ojos brillaban como carbunclos, y en oposición a su rostro, algo tostado, relucían como perlas sus dientes blanquísimos. Sabía mucho. Era un Salomón con faldas.
Al ver una de aquellas rubias cabecitas cuidadosamente peinadas, formando bucles; al distinguir entre los blanquísimos pliegues de la batista una pequeñita Virgen de los Dolores; al apreciar aquellas ligeras falditas, tan minuciosamente inspeccionadas, sin faltarles ni una cinta, ni un pliegue, ni el más ligero detalle, no he podido menos de exclamar. Esa niña tiene madre.
Aún se reía el público disimuladamente del tenor suprasensible, cuando la atención general tuvo que volverse a contemplar la hermosura de Serafina, que con la mirada humilde, exhalando modestia, además de muy buenos y delicados olores, llegaba, vestida de negro, con gran cola, enseñando los blanquísimos hombros y las primorosas curvas del seno, al pie de la plataforma, donde el presidente del Casino la aguardaba para darle el brazo, subir con ella las dos gradas que la separaban del piano, y dejarla, previa una gran inclinación de cabeza, junto a Minghetti, que, de frac y corbata de etiqueta, paseaba los blancos dedos, de uñas sonrosadas, por el amarillento teclado, haciendo prodigios de elegante habilidad por aquellas octavas adelante.
Un manojo de flores, presas en rico vaso de Bohemia, ocupaba el centro: la cubrían blanquísimos lienzos de letras y escudos primorosamente bordados; relucía sobre ellos la limpia plata; puestas en trasparentes platos acusaban las frutas con sus aromas su completa sazón; a las copas de diversas formas y tamaños esperaban los más preciados vinos, y la tranquila luz de las lámparas iluminaba aquella lujosa sencillez, mientras sólo el continuo tic-tac del reloj rompía el silencio del comedor, como llamando a convidados y dueños.
A cada lado de la portada había además dos ventanas con marcos, consistentes estos, en pilastras que sostenían sendos entablamentos, con frontoncíllos, en cuyos tímpanos resaltaban en relieve bustos de hombres, concluyendo los adornos, cartelas, vasos con flores y otras invenciones propias del estilo, todas esculpidas en blanquísimos mármoles .
Y era que mi último y entonces recientísimo viaje de recreo había tenido por teatro la provincia de Cádiz, y mis ojos estaban hechos á ver pueblos blanquísimos, relucientes, flamantes, nuevos, por decirlo, así, adornados de verdes balcones, de floridos patios expuestos al público, y de enjalbegadas horizontales azoteas al estilo de África: era que aun danzaban en mi imaginación aquellas ciudades muertas de risa, sin monumentos históricos ni humos artísticos, sencillas, graciosas y coquetas como jóvenes vestidas de veraniego percal, que se llaman Sanlúcar, los Puertos, San Fernando y Cádiz.
Todo esto me lo afirmaba Lituca descubriendo las esmaltadas filas de sus blanquísimos dientes, en su lenguaje vehemente, retozón y admirativo, a la puerta del estragal y mientras sacaba sus pies, calzados con menudas zapatillas de abrigo sobre medias de color, de un par de almadreñas que parecían dos cáscaras de nuez.
Aquel semblante pálido y moreno, tan moreno y tan pálido que parecía una gran aceituna; aquella brevedad de la nariz contrastando con el grandor agraciado de la boca, cuyos dientes blanquísimos estaban siempre de manifiesto; aquella ceja ancha, tan negra y espesa que parecía cinta de terciopelo, y aquellos ojos garzos donde anidaban traidoras todas las malicias y toda la ironía del mundo; aquella fealdad graciosa, aquella desenvoltura de maneras, aquel abandono en el vestir, y, por último, la desenfadada manera de insinuarse, pregonaban, sin dejar lugar a dudas, a Augustito Miquis, el hijo de D. Pedro Miquis, el del Tomelloso.
Sillas de tapicería de terciopelo encarnado, como el papel, mesas lustrosas, manteles blanquísimos, platos de china, vajilla de plata, garçones de corbata blanca y frac negro.... ¡Champeaux! ¡Champeaux! Esta fué la terrible palabra que acudió á mi magín, haciéndome temblar.
Obdulia estaba pálida de emoción. Se moría de envidia. «¡El pueblo entero pendiente de los pasos, de los movimientos, del traje de Ana, de su color, de sus gestos!... ¡Y venía descalza! ¡Los pies blanquísimos, desnudos, admirados y compadecidos por multitud inmensa!». Esto era para la de Fandiño el bello ideal de la coquetería.
Palabra del Dia
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