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Mochi se dio pronto por vencido. No acertaba. Minghetti decía: Espera, espera; como con la esperanza de evocar una imagen. Emma se sentía fascinada; por el pronto, Minghetti, así, tan cerca, le olía a hombre nuevo, y sus ojos, clavados en ella, eran todo una borrachera de delicias que al tragarse se mascaban.

Señora, Minghetti que cante sus arias y sus romanzas, pero que no se meta en la Renta del Excusado. Minghetti ha viajado.... ; pero no en estado interesante. No es eso. Digo que ha viajado, que ha visto mucho, y asegura que.... Que las señoras comm'il faut no deben parir. ; ya conozco la teoría. Contra los consejos de Aguado, los de Reyes fueron a baños.

Körner se acercó al piano y habló en inglés con Serafina; en aquella sazón llegaban Mochi y Bonis del brazo junto a la plataforma, y gracias al carácter expansivo de Minghetti, que medió en el diálogo, y al reconocimiento de Mochi con respecto a Bonis y todos los suyos, y a la habilidad políglota de Körner, pronto hablaron todos juntos, con entusiasmo, mezclándose el inglés, el alemán, el italiano y el español; y Marta estrechó la mano de la cantante, y esta, con una audacia y una gentileza que pasmaron a Bonis, oprimió con fuerza y efusión los dedos flacos de Emma.

Despertó la Gorgheggi sonriente, sin dolor de muelas; agradeció a su Bonis que velara su sueño como el de un niño; y la dulzura de sentirse bien, con la boca fresca, harta de dormir, la puso tierna, sentimental, y al fin la llevó a las caricias. Mas fueron suaves; mezcladas de diálogos largos, razonables; no se parecían a las ardientes prisiones en que se convertían sus abrazos en otro tiempo. «Así, pensaba Reyes, debieran ser las caricias de mi esposa». Serafina se había acostumbrado a su inocente Reyes y a la vida provinciana de burguesa sedentaria a que él la inclinaba, y a que daban ocasión su larga permanencia en aquella pobre ciudad y la huelga prolongada. Se iban desvaneciendo las últimas esperanzas de brillar en el arte, y Serafina pensaba en otra clase de felicidad. La falta de ensayos y funciones, la ausencia del teatro, le sabía a emancipación, casi casi a regeneración moral: como las cortesanas que llegan a cierta edad y se hacen ricas aspiran a la honradez como a un último lujo, Serafina también soñaba con la independencia, con huir del público, con olvidar la solfa y meterse en un pueblo pequeño a vegetar y ser dama influyente, respetada y de viso. Ya iba conociendo la vida de aquella ciudad, que despreciaba al principio; ya le interesaban las comidillas de la murmuración; hacía alarde de conocer la vida y milagros de ésta y la otra señora, y un día tuvo un gran disgusto porque Bonis no consiguió que se la invitara el Jueves Santo a sentarse en cualquier parroquia en la mesa de petitorio. Cantó una noche, con Mochi y Minghetti, en la Catedral, y sintió orgullo inmenso. Le andaba por la cabeza un proyecto de gran concierto a beneficio del Hospital o del Hospicio. A Mochi no le cayó en saco roto la idea; pero le torció el rumbo. Un gran concierto, , pero no a beneficio de los pobres, sino a beneficio de los cantantes, restos del naufragio de la compañía. Se dio a Minghetti, el barítono, noticia del proyecto, y le pareció magnífico.

Bonifacio se separó del grupo, y por el templo adelante se dirigió a la sacristía, en pos del sacerdote y sus acólitos. También aquello era solemne. Iba a dictar la inscripción del libro bautismal, a sentar la base del estado civil de su hijo. Mientras Minghetti, por divertirse, continuaba haciendo prodigios en el órgano, iba pensando Bonis por medio del templo: «¡Quién sabe!

Aún se reía el público disimuladamente del tenor suprasensible, cuando la atención general tuvo que volverse a contemplar la hermosura de Serafina, que con la mirada humilde, exhalando modestia, además de muy buenos y delicados olores, llegaba, vestida de negro, con gran cola, enseñando los blanquísimos hombros y las primorosas curvas del seno, al pie de la plataforma, donde el presidente del Casino la aguardaba para darle el brazo, subir con ella las dos gradas que la separaban del piano, y dejarla, previa una gran inclinación de cabeza, junto a Minghetti, que, de frac y corbata de etiqueta, paseaba los blancos dedos, de uñas sonrosadas, por el amarillento teclado, haciendo prodigios de elegante habilidad por aquellas octavas adelante.

La empresa había perdido bastante, y sobre la empresa, es decir, sobre el caudal mermadísimo del abogado Valcárcel, continuaban cargando, más o menos directamente, las principales partes, a saber: Mochi, Serafina y Minghetti. Se presentó la ocasión de ganar la vida con el trabajo, y hubo que aprovecharla, por más que doliera a unos y a otros la despedida. Quien no transigió fue Emma.

Y todas ellas callaron de repente, ya en la calle, pensando por unanimidad en Minghetti y en la cara de pocos amigos que había puesto en el cuarto de la otra. Sebastián fue a acompañar a los de Körner hasta su casa.

Tuvo una encerrona con su tío y mayordomo, que había sido nombrado vicepresidente de la Academia de Bellas Artes, agregada a la Sociedad Económica de Amigos del País, y de aquella conferencia resultó el acuerdo, porque allí todo eran panes prestados, de que Minghetti continuaría en el pueblo en calidad de director de la Sección de música en la citada Academia.

Así es que supo, porque la misma Emma se lo dijo, y se lo dijo después Minghetti, que Serafina estaba en situación poca halagüeña, pues trueno tras de trueno, Mochi, aburrido, se había marchado a Italia sin un cuarto, pero lleno de deudas; y ella, su amiga y discípula, quedaba en Santander sin contrata, sin dinero y con fundados temores de que su maestro y babbo espiritual no volviera a buscarla, aunque se lo había prometido.