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Actualizado: 24 de junio de 2025
Entre alemanes e italianos... verdaderos y falsos, se había establecido una especie de pacto, tácito al principio, después muy explícito, para protegerse mutuamente. Los de la fábrica, Körner e hija, ayudaban a los del teatro; los del teatro, Mochi, Minghetti y Gorgheggi, ayudaban a los de la fábrica.
Interrumpida a poco la conversación para cantar Serafina de nuevo, ahora un terceto con Mochi y Minghetti, después de la ovación que siguió al canto, volvió la sabrosa plática, más animada cada vez, aunque en ella se mezclaron ya algunos señoritos del pueblo de los más audaces y despreocupados.
Al presentarse Bonis, hubo en los tres un movimiento que pareció obedecer al impulso de un mismo mandato de la conciencia; Emma soltó el cuello y el hombro de Gaetano; este dio un brinco, separándose de Emma, y Reyes avanzó resuelto, con ademán de reivindicación, a ocupar el sitio de Minghetti.
Emma, siguiendo el ejemplo de algunas otras casadas, que bailaban también, aceptó unos lanceros a que la invitó el presidente del Casino, y poco después bailó con Minghetti una polca íntima, género de desfachatez tolerada que empezaba entonces a hacer furor y no pocos estragos morales. La polca íntima de Minghetti fue para ella una revelación.
Está mala..., un síncope..., jaqueca fuerte... dijo Minghetti . Vamos corriendo a buscar a D. Basilio; le llama a gritos. Sube, hombre; corre; te llama a ti también; nunca la vi así... Esto es grave.... Sube, sube.... Y se lanzaron a la calle los dos emisarios, rivalizando en premura y celo.
A Bonis no se le habló de estos proyectos de socorro; primero, por la inveterada costumbre de no contar con él para nada; y después, porque tanto a Minghetti como a Emma se les ocurrió, sin comunicárselo, que era demasiada desfachatez y falta de aprensión tratar con Bonifacio de semejante negocio.
Minghetti, como todos, la dejaría morir, la dejaría padecer, sin padecer ni morir con ella... ¡El parto! Crueldad inútil, peligro inmenso... para nada: ¡qué estupidez! Las mujeres felices, las mujeres entregadas a la alegría, al arte..., a... los barítonos..., las mujeres superiores, no parían, o parían cuando les convenía, y nada más. ¡Parir! ¡Qué necedad! ¿Cómo no había previsto el caso?
Marta miraba al italiano con curiosidad maliciosa. «¡Cosas del mundo!» pensaba la alemana, que en el fondo, para sus puras soledades, era más escéptica que Sebastián. «¡Este aquí como si nada le importara, y el otro infeliz!...». Minghetti seguía mojando bizcochos y bebiendo Málaga. Acabó por fijarse en la mirada insistente y expresiva de Marta.
Habían reñido Julio y Gaetano por cuestión de ochavos, sobre si el valenciano había cobrado o no, y negaba un recibo; Minghetti escapó de noche, a pie; Julio se quejó a la autoridad porque el barítono se le iba con la paga adelantada y le dejaba la Compañía en el aire; la benemérita se encargó de recomponer el cuarteto; y, en efecto, Minghetti, resignado, sonriente, como si se hubiera tratado de una broma, se presentó de nuevo al público, cantando el Barbero con gran malicia; lo cual le valió una ovación tributada a su graciosa picardía, a su desenfado simpático y alegre.
Ella también quería ser millonaria de duros, y el corazón y Körner y Minghetti le decían que lo iba a ser.
Palabra del Dia
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