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Actualizado: 24 de junio de 2025


Un sietemesino de vida precaria, y gran peligro y grandes pérdidas de la madre... eso era lo que podía producir el viaje a la ciudad si no se tomaban grandes precauciones. Emma chilló, cogió el cielo con las manos, insultó a Bonis, y a Minghetti, y a D. Basilio, ausentes. ¡Ella que creía engañar a la naturaleza! ¡Huía de un peligro y buscaba otro mayor! Pero, ¿por qué no me lo han dicho en casa?

Marta creyó que en el papel de niña inocente que la había tocado en aquella comedia, había esta acotación: Vase. Y se retiró al comedor, donde encontró a Minghetti, que mojaba bizcochos en Málaga. No estaba alegre como solía. Desde allí se oían, de tarde en tarde, los gritos de Emma como si los diera con sordina.

Hasta se notó que miraba a Bonifacio con mayor respeto que nunca. En efecto; se le había sorprendido muchas veces contemplando al marido de Emma con extraña curiosidad, con una expresión singular, en que nadie podría adivinar ni una ráfaga de burla. Era, en fin, decían todos, la suma discreción. La única vez que Minghetti y Emma hablaron del embarazo, sirvió para tormento de Bonis y del Sr.

Todos le miraron entonces. Hablaba en broma seguramente, y, sin embargo, su gesto y el tono de su voz eran serios, como imponentes. Minghetti, inclinándose cómicamente, exclamó: Quien manda, manda.... Obediencia al tirano... al futuro empresario forse....

Desde su primera contrata, en Barcelona, se llamó ya Minghetti, y Gaetano; y cuando volvió de su segundo viaje a Italia, que duró dos años, casi él mismo se tenía ya por extranjero.

El vencedor de los infieles era el barítono Minghetti, que lucía dos espuelas como dos soles, y tenía un vozarrón tremendo, no mal timbrado y lleno de energía. En vano la Reina le pedía perdón, colgándosele del cuello, previo el despejo de la sala, cubierta de coristas, todos ellos viles cortesanos. El barítono no transigía; huía de los brazos de la Reina y llamaba a gritos a la otra.

No era una exageración, decía Marta, pero era; allí estaba el parvenu, como le llamaba ella en francés, riéndose con malicia, segura de que sólo Minghetti podía entenderla. Sebastián le llamaba, también con risitas y en sus coloquios maliciosos con Marta, el inopinado. La Valcárcel, los primeros días de su derrota, cogía el cielo con las manos; no podía ya negar, pero protestaba.

Cuando Minghetti se declaró también torpe de memoria, Serafina dijo: ¡Oh, qué hombres estos! No recordáis... ¡Ma... la Parini... la Parini!... ¡Oh, ! ¡La trágica, la gran trágica de Firenze! ¡Exacto, exacto; un espejo! Así exclamó Mochi, que se guardó de decir que no encontraba la semejanza. Minghetti, que jamás había visto a la Parini, gritó: ¡Oh, , en efecto!

A Minghetti, que era un bohemio, sin saber de tal epíteto, no le daba vergüenza hablar de su pobreza, ni de las trazas picarescas a que había recurrido muchas veces para salir de atrancos.

No podrían lucirse tanto de telón adentro; pero se divertirían de fijo; verían cosas muy agradables, muy nuevas, y hasta podrían coquetear con los cantantes, algunos de los cuales, como Minghetti, eran muy guapos y simpáticos.

Palabra del Dia

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