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Indudablemente su situación, la de Bonis, se había complicado desde la noche anterior. «Hueles a polvos de arroz», había dicho la engañada esposa, tres veces lo había dicho, y en vez de irritarse... de envenenarle o ahorcarle... ¡cosa más rara!...

Marta, con el rostro de culebra que se infla, repitió la carcajada, mirando con cinismo a Bonis. El cual miró también a su buena amiga sin comprender palabra de aquella risa inoportuna. Y prosiguió don Nepo: Un hombre práctico, de experiencia en los negocios, no exagera el celo ni el recelo, ni cree en habladurías.

Vio algo extraño en ellos: parecían menos alarmados y como llenos de curiosidad maliciosa. Había allí sorpresa, incertidumbre, no susto ni temor a un peligro. ¿Pasa algo? ¿Qué pasa? preguntó anhelante, con la cara de lástima que ponía cuando acudía en vano a implorar sentimientos tiernos, de caridad, en sus semejantes. Hombre, usted puede entrar dijo Körner ; al fin es el marido. Bonis entró.

Llegaron sin novedad a la costa. Emma se bañó al día siguiente, con los cuidados que el médico del pueblo, consultado por Bonis, aconsejó.

Allí estaban los libros de siglos pasados. «¡Dios mío, pensaba sin querer Bonis, bien antiguos son estos líos del papel sellado y las triquiñuelas de los escribanos!». Sin saber por qué, se acordó de haber oído describir las bodegas de Jerez y las soleras de fecha remota, que ostentaban en la panza su antigüedad sagrada. «¡Qué diferencia, pensó, entre aquello y esto!».

Pero Bonis, el bobalicón de Bonis, ¿se había atrevido, sin su permiso... y saliendo de casa a deshora por lo visto, y?... no, lo que es esto, es claro que había de pagarlo, es claro, fuese verdad o no; eso era harina de otro costal, y no había alma superior que valiera; Bonis no era alma superior, y tenía que salirle al pellejo la picardía... y eso que tenía gracia.

Bonis no volvía de su asombro al notar, muy a su placer, que Emma no hablaba ya de la tiple ni de las botas, verdadero anacronismo, como él decía muy bien, ni de cosa alguna que remotamente pudiera referirse a lo que él llamaba «lo de los polvos de arroz».

Hasta se notó que miraba a Bonifacio con mayor respeto que nunca. En efecto; se le había sorprendido muchas veces contemplando al marido de Emma con extraña curiosidad, con una expresión singular, en que nadie podría adivinar ni una ráfaga de burla. Era, en fin, decían todos, la suma discreción. La única vez que Minghetti y Emma hablaron del embarazo, sirvió para tormento de Bonis y del Sr.

Su hijo le pareció así. ¡Había tardado tanto! Se le figuró que nacía a la fuerza, que se le hacía violencia abriéndole las puertas de la vida.... ¡Coronado, Bonis, coronado! decía una voz débil y mimosa, excitada, desde la cama. Bonis, sin entender, se acercó a Emma y le dio un abrazo, llorando. Emma lloraba también, nerviosa, muy débil, demacrada, convertida en una anciana de repente.

Pero ya se sabía que un diligente padre de familia tiene que ser un héroe. Empezaban los sacrificios, y bien que dolían; pero adelante. La seriedad de la nueva lucha se conocía en eso, en el dolor. Todos miraron a Bonis, y después a don Nepo, que era el llamado a contestar. Don Juan, que era sumamente moroso y tranquilo, había cambiado mucho con las enseñanzas y excitaciones de Marta.