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Los hombres, que durante su larga tiranía se dejaron dominar siempre por oradores, creyendo que un varón de buena palabra sirve para todo y lo sabe todo, han tenido el cinismo de burlarse de las mujeres en muchas ocasiones, asegurando que somos habladoras. Y sin embargo, nuestra Revolución se hizo sin discursos. Sólo después de pasados algunos años ha renacido la oratoria en este país.

Ya se cansaría de la artista con ser tan hermosa, y entonces sería fácil volverle a la buena senda. Doña Bernarda admiraba una vez más el talento del consejero, viendo cumplidas sus predicciones, hechas con un cinismo que enrojecía a la devota señora. Ella también lo creía acabado todo. Su hijo era menos ciego que el padre.

A Clementina le hacía muchísima gracia el desenfado, mejor aún, el cinismo de Pepa. Ambas se entendían admirablemente. Ambas eran chulapas, dos manolas nacidas demasiado tarde y en condición social poco acomodada a su naturaleza. Por supuesto, Pepa lo era mucho más legítima que Clementina, quien no lo llevaba en la masa de la sangre: veníale de afición.

Aquella actitud tranquila, aquella mirada persistente, fija sobre su acusadora, siguió atribuyéndose a cinismo. Era difícil que sucediese de otro modo. Obdulia había mostrado, bajo el latigazo de la ira, un talento diabólico. Su palabra y sus ademanes, un poco exagerados, vibraban de indignación.

A las doce menos cuarto llegó la condesa de Albornoz, imponiendo a todo el mundo su desvergüenza y su cinismo, haciendo fango en el mismo cieno, según la enérgica expresión de un historiador antiguo. Venía apoyada en el brazo de Juanito Velarde y caminaba a retaguardia su marido.

Después he pensado que no debes ser tan fiero como pareces... y he venido. Miguel, silencioso, parecía hablar con sus pupilas fijas en Alicia. ¿Y para qué había venido? ¿Qué negocios deseaba proponerle? Ella sonrió con una expresión de gracioso cinismo.

El duque, su padre, cuyas relaciones con la Amparo eran cada día más públicas y descaradas, llevó su cinismo o su servidumbre humillante hasta traerla a su palacio y hacer vida marital con ella. No se hablaba de otra cosa en la alta sociedad madrileña. Todo el mundo consideraba que Salabert tenía perturbado el cerebro, por no decir, como en otro tiempo, que estaba hechizado por su querida.

Insensiblemente fueron concretando sus ideas, aplicándolas al momento presente. La generala desenvolvió con entusiasmo un programa de redención; pintó los encantos de una vida iluminada tan solo por el amor. ¡Oh, si yo tropezase con el hombre de mis sueños, con un espíritu noble, hermano del mío! En vano lo he buscado toda la vida... Nunca hallé más que cinismo, frivolidad, corrupción.

Era, en fin, ese grande ingenio, cuyas obras leemos con deleite, perdonándole su cinismo, su escepticismo, su desvergüenza; ese grande ingenio á quien amamos, por lo que nos entretiene y por lo que nos enseña; ese hombre, á quien acaso ennoblecemos, ó á quien no comprendemos tal vez; esa colosal figura, colocada la mitad en luz y la mitad en sombra.

«Por ese descaro le hubiera dicho ella , por ese cinismo con que hablas de señoras, cuyo zapato no mereces descalzar, se te debía arrancar esa lengua de víbora y luego azotarte públicamente por las calles, desnuda de medio cuerpo arriba, así, así, así...». En su mente, le daba los azotes y la ponía en carne viva.