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Tan bien aderezadas y vestidas, Y con tanto primor y bizarria En Lima andan las damas, y pulidas, Que en corte de Castilla se tenia En estima, basquiñas guarnecidas De mucho oro, y de fina pedreria. Doña Bernarda Niño una bordada Sacó, que en tres mil pesos fué apreciada.

Y el Dios de doña Bernarda debió oírla, pues su marido marchaba rápidamente hacia la muerte, pero como un convencido, sin retroceder ni sentir miedo, impulsado por aquella llama que le consumía; sin preocuparse de la pérdida de sus fuerzas y de la tos que sonaba como un trueno lejano, arrastrándose pavorosamente por las cavernas de su pecho.

Al oír esto, olvidósele repentinamente a Benina el objeto principal que a tal sitio la llevara, y no pensó más que en averiguar qué había sido del desamparado Frasquito. Tiempo tenía de dar un salto a la casa del Comadreja, y volver a punto que regresase a su domicilio la Doña Bernarda. Dicho y hecho.

No tardaron las dos tarascas que, entre paréntesis, si apostaran a repugnantes y feas, no habría quien les ganara; no tardaron, digo, en dar a la anciana las explicaciones que del suceso pedía. No admitido Ponte en las alcobas de la Bernarda, arrimose al quicio de la puerta de la capilla de Irlandeses para pasar la noche.

Le atemorizaba el populacho y quería acceder, como de costumbre, pero era grave falta no consultar al quefe. Por fortuna, cuando la gran masa negra comenzaba a revolverse indignada por su silencio y salían de ella silbidos y gritos hostiles, llegó Rafael. Doña Bernarda le había hecho salir al primer asomo de la popular manifestación.

No hagas caso de lo que digo. Tu madre sufriría un gran disgusto. El nombre de doña Bernarda, representación de la temible virtud, al caer en medio de la conversación puso serios a todos los del corro. Lo que más extraño dijo Rafael que deseaba desviar la conversación es que todos se acuerden ahora de la hija del doctor. Han pasado años y más años, sin que nadie pronunciase su nombre.

Ya desde el 80, que fue el año terrible para el sin ventura Frasquito, se determinó a no tener domicilio, y después de unos días de horrorosa crisis en que pudo compararse al caracol, por el aquel de llevar su casa consigo, entendiose con la señá Bernarda, la dueña de los dormitorios de la calle del Mediodía Grande, mujer muy dispuesta y que sabía distinguir.

Los escasos enemigos que tenía en el municipio, gente de oficio como decía doña Bernarda devoradora de papeles contrarios al rey y la religión, atacaban al cacique, censuraban sus actos, y todo el rebaño de don Ramón se estremecía de cólera e impotencia. ¡Había que contestar! A ver: uno que fuese a consultar al quefe.

Pues bueno: yo soy Juan Claridades; después de atender a todo lo del día, me ha sobrado una peseta. Téngala... Por Dios, señá Benina dijo Frasquito palideciendo primero, después rojo. No haga melindres, que le vendrá muy bien para que pueda pagarle a Bernarda la cama de anoche. ¡Qué ángel, santo Dios, qué ángel! Déjese de angelorios, y coja la moneda. ¿No quiere? Pues usted se lo pierde.

Ya se cansaría de la artista con ser tan hermosa, y entonces sería fácil volverle a la buena senda. Doña Bernarda admiraba una vez más el talento del consejero, viendo cumplidas sus predicciones, hechas con un cinismo que enrojecía a la devota señora. Ella también lo creía acabado todo. Su hijo era menos ciego que el padre.