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Actualizado: 10 de mayo de 2025
¿Qué? ¿La he asustado con mis palabras, verdad? dijo sonriendo de nuevo más pavorosamente, sin presumir el pobre hombre que no eran sus palabras sino su rostro lo que la asustaba . Aquí no hay peligro ninguno. Ni en estos sitios se crían fieras ni hay temor de bandidos. Está muy bien guardadito esto. Y dio otro paso hacia ella. Elena volvió a exclamar con acento más afligido: ¡Haga usted el favor!
Dejé a D. José María para ver lo que pasaba, y en cuanto puse los pies fuera de la cámara, me enteré de la comprometida situación en que se encontraba el Rayo. El vendaval, no sólo le impedía la entrada en Cádiz, sino que le impulsaba hacia la costa, donde encallaría de seguro, estrellándose contra las rocas. Por mala que fuera la suerte del Santa Ana, que habíamos abandonado, no podía ser peor que la nuestra. Yo observé con afán los rostros de oficiales y marineros, por ver si encontraba alguno que indicase esperanza; pero, por mi desgracia, en todos vi señales de gran desaliento. Consulté el cielo, y lo vi pavorosamente feo; consulté la mar, y la encontré muy sañuda: no era posible volverse más que a Dios, ¡y
Y el Dios de doña Bernarda debió oírla, pues su marido marchaba rápidamente hacia la muerte, pero como un convencido, sin retroceder ni sentir miedo, impulsado por aquella llama que le consumía; sin preocuparse de la pérdida de sus fuerzas y de la tos que sonaba como un trueno lejano, arrastrándose pavorosamente por las cavernas de su pecho.
Porque aquella naturaleza seria y salvaje, aquellos valles profundos cortados por riachuelos, salpicados de caseríos sumergidos en un mar de verdura, a que las distintas luces y los distintos matices parecen prestar flujos y reflujos fecundados por el trabajo, santificados por iglesias, siempre verdes, siempre bellos, siempre pavorosamente melancólicos, como lo es en la imaginación del campesino vasco la idea misteriosa de las Maitagarris, tienen algo de la silenciosa majestad de un templo, de la serena tristeza de los paisajes de otoño, que parecen llorar y sonreír al mismo tiempo; de la suave melancolía que inunda el alma al caer de la tarde, cuando la campana de la iglesia hace resonar el toque del Ángelus y se despide el día murmurando al oído del hombre aquella palabra mil veces repetida, sin pensar jamás en su alcance infinito: ¡Adiós!...
Melchor, que había notado las angustias inmotivadas de Lorenzo, prorrumpió en una carcajada, diciéndole: ¡Vienes temiéndole a ese caballo en el que la nena hace lo que quiere! La... nena... ella... sabe... andar. ¡Pero si cualquiera sabe andar en ese caballo! Es... que... yo... no... lo... conozco repuso Lorenzo sudando a mares y viendo pavorosamente que el fin del alambrado estaba próximo.
Palabra del Dia
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