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Las piedras son las primeras que se detienen, luego los objetos pesados, y, por fin, el torrente, convertido en arroyo, no arrastra por el fondo de su cauce más que pequeña grava, y sólo lleva en suspensión la fina arena y la tamizada arcilla.

Rafael la veía a corta distancia, blanca, escultural, envuelta en el jaique en que se cubría al pasar de la cama al baño; lo primero que había encontrado a mano al bajar al huerto. Y bajo la fina lana, delatábanse las tibias redondeces con un perfume de carne sana, fuerte y limpia que, atravesando la tela, se confundía con la virginal respiración del azahar.

Por dondequiera que pasaba, recibía una ovación. Preguntaban todos quién era, y oía una algarabía infinita de requiebros, flores, atrevimientos y galanterías, desde la más fina a la más grosera.

A la puerta, a un lado, troncos colosales de madera fina repulida; y al otro, de color de rosa y verdemar, la pirámide del mármol transparente de la tierra, del ónix que parece nube cuajada de la puesta de sol. Del techo cuelga, verde y blanca y roja, la bandera del águila.

En el bosquecillo de verdes carrascas hay pájaros, flores y fuentes bajo la fina hierba... Al ver al señor subprefecto con sus lindos pantalones y su cartera de zapa estampada, las aves se atemorizan y enmudecen; las fuentes no se atreven a meter ruido y las flores ocúltanse entre el césped.

Pero ningún habitante de aquellas regiones de miseria era tan feliz como Adoración, ni excitaba tanto la envidia entre las amigas, pues la rica alhaja que ceñía su dedo y que mostraba con el puño cerrado, era fina y de ley y había costado unos grandes dinerales.

Luego la señorita Beaudoin, que las echaba de fina y le reprendía por las más pequeñas cosas; y para acostumbrarle a las buenas maneras sacaba de su ridículo algún bombón acidulado como ella y se lo presentaba con las puntas de los dedos como si mandara ponerse de manos a un perrillo faldero.

La voz ronca del padre decía: Está demasiado agitada. Es necesario tranquilizarla. ¿No tiene fiebre? La voz fina de la madre contestaba: Parece que no; ahora le pondremos el termómetro... ¡Pobre chica!... ¡Tiene demasiada imaginación para su estado!... Ha soñado curarse... Habla de curarse... Yo creo que tejer no le haría mal. Habrá que consultar al médico.

Tomé maquinalmente la mano que me tendía, una mano pequeña, fina y fresca, cuya frialdad me dio la noción de que la mía abrasaba. Estábamos tan cerca que distinguí con toda exactitud sus facciones y me espantó la idea de que a su vez debía verme como yo a ella. ¿Le hemos causado miedo? añadió.

Les basta encerrarse en su inmenso dolor, lanzarlo en tristes estrofas al rostro de la ingrata, para que ésta desfallezca bajo el más terrible de los castigos.... Estaba decidido: abominaría del mundo y sus «vanas pompas»; se retiraría a un desierto, sería fraile, pero no como aquellos barbudos, malolientes y zarrapastrosos que iban por las calles, alforjas al cuello, sino con arreglo a figurín: frailecillo blanco y melancólico, vestido con franela fina, la cruz roja al pecho y los ojos en alto, como si filase el lamento tierno, interminable, de las almas heridas: una fiel imitación de Gayarre en el último acto de La Favorita.