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No obstante, cuando salieron a la calle y vio que el cielo se iba despejando y que la luna asomaba ya su disco plateado por los bordes de una nube, no pudo menos de proferir una exclamación de entusiasmo. El Retiro estaba espléndido, arrebujado en su jaique blanco. La amartelada pareja lo recorrió con extremado gozo, deteniéndose a menudo para comunicarse sus impresiones.

Era una prenda con la que suplían el capuchón del antiguo jaique del país, usado ya únicamente en circunstancias extraordinarias. Luego, los viejos sacaban de la faja una pipa rústica fabricada por ellos mismos, llenándola de tabaco de pota cultivado en la isla, hierba de acre olor. Los mozos se alejaban de ellos.

Antes de echarse el jaique sobre los hombros sacó su revólver de la faja, examinando escrupulosamente el estado de las cápsulas y el juego de la llave. ¡Todo corriente! Al primero que intentase algo contra él, le metía los seis tiros en la cabeza. Sentíase bárbaro, implacable, como uno de aquellos Febrer leones del mar, que saltaban a las playas enemigas, matando para no morir.

Detrás salieron unos encapuchados, antiguos payeses que se habían cubierto con el capote de ceremonia, un jaique pardo de lana burda con amplias mangas y apretado capuchón. Las mangas las llevaban sueltas, pero el capuchón iba bien abrochado bajo la barba, mostrando por la abertura sus rostros tostados de piratas. Eran los parientes de un payés que había muerto una semana antes.

Rafael la veía a corta distancia, blanca, escultural, envuelta en el jaique en que se cubría al pasar de la cama al baño; lo primero que había encontrado a mano al bajar al huerto. Y bajo la fina lana, delatábanse las tibias redondeces con un perfume de carne sana, fuerte y limpia que, atravesando la tela, se confundía con la virginal respiración del azahar.

Adoraba al valeroso comendador: era su verdadero ascendiente, el mejor de todos, el rebelde, el demonio de la familia. Al entrar en la torre encendió luz, se envolvió en el jaique de burda lana que le servía para sus excursiones nocturnas, y tomando un libro quiso distraerse de sus pensamientos hasta que Pepet le subiera la cena. La tempestad pareció fijarse sobre la isla.

Era Pep el de Can Mallorquí, lejano pariente del muerto, en esta isla donde todos se hallaban más o menos unidos por los cruces de la sangre. El vago parentesco, aunque le impulsaba a participar del dolor, no le había obligado a ponerse el jaique de las grandes solemnidades. Iba vestido de negro y se cubría con un manteo de ligera lana y un fieltro redondo, que le daban cierto aire eclesiástico.