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¡Vete, vete, o te abofeteo!... Jamás vuelvas aquí. Y para dar más fuerza a estas palabras cuando Rafael, humillado y sucio, salió del huerto, Leonora cerró tras él la verja de madera con tan brutal ímpetu, que casi hizo saltar los barrotes. Doña Bernarda mostrábase contenta de su Rafael.

También las mujeres pagaron su tributo á la predilección con que se cultivaba la poesía dramática, contándose entre ellas á Doña Bernarda Ferreira de la Cerda, portuguesa instruída, llamada á Madrid por Felipe III para enseñar latín á las Infantas. Hay un tomo de comedias españolas de esta señora, y la tragicomedia Los jardines y campos Sabeos, Lisboa, 1627, de Doña Feliciana Enríquez de Guzmán.

E indignada, no vaciló en rasgar brutalmente el velo de prudencia tras el cual se habían desarrollado misteriosamente sus desventuras y sus rabias conyugales; no dudó en volcar sobre la cabeza del hijo todas las miserias ocultas de su matrimonio. Lo mismo que tu padre exclamó iracunda doña Bernarda.

Dar a Bernarda la peseta, a cuenta de noches debidas... ¿O es que se gastó la peseta en algo que le hacía falta, un suponer, en pintura para la fisonomía del bigote? En este caso, no digo nada.

Doña Bernarda mostrábase más tranquila al verle libre de la maléfica influencia de la artista, pero sin abandonar por esto su gesto ceñudo, como avisada por el instinto maternal que aún presentía el peligro. El joven estaba agitado por la impaciencia de la fuga.

Doña Bernarda no llegó a sospechar el motivo por el cual su hijo se levantó al día siguiente pálido y ojeroso como quien ha pasado una mala noche. Tampoco sus amigos políticos adivinaron por la tarde la razón por la que Rafael, haciendo buen tiempo, fuese a encerrarse en la atmósfera densa del Casino.

Y las señoras fingían no verles al pasar por su lado; se alejaban torciendo la boca con un gesto de altivez, y al encontrarse con una amiga, decían con acento irónico: «¿Ha visto usted?... Ahí está esa echándole el anzuelo, delante de todos, al hijo de doña Bernarda». Aquello era escandaloso: las señoras decentes tendrían que quedarse en casa.

Pero tales devaneos quedaban en el secreto; el miedo al quefe ahogaba la murmuración y como además costaban poco dinero, doña Bernarda no se daba por enterada. No amaba a su marido: tenía el egoísmo de la señora campesina que considera cumplidos todos sus deberes con ser fiel al esposo y ahorrar dinero.

Entonces ocurrieron las tormentosas escenas que habían de dejar en Rafael una profunda impresión de amargura y miedo. La dureza del carácter de doña Bernarda quebrantó al joven, haciéndole comprender con cuánta razón había temido siempre a su madre. La áspera devota, con su coraza de virtud y sanos principios, le aplastó desde las primeras palabras. ¿Se había propuesto deshonrar la casa?

El doctor tenía una pasión: la música. Todos admiraban su habilidad. ¿Qué no sabría aquel hombre? Según doña Bernarda y sus amigas, aquel talento portentoso era adquirido con malas artes, fruto de su impiedad.