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Parecían indignados. ¿Cuándo se había visto tamaña insolencia?... Buena era la paz, y el pueblo debía regocijarse; ¡pero meterse en el Casino como un motín danzante, para interrumpir el funcionamiento de una industria honrada!... Y habían acabado por repeler gradas abajo aquella fila de señoras desgreñadas por el entusiasmo, de militares condecorados que olvidaban repentinamente sus enfermedades v sus heridas.

Podía continuar la fiesta». Y continuó. Los del salón se habían enterado: «A la Regenta le había dado el ataque». «La habían hecho bailar a la fuerza». Pero pronto se olvidó el incidente, para comentar la conducta de aquellas señoras y caballeros que se encerraban en el gabinete de lectura a cenar y bailar como si el Casino no fuese de todos....

El uno se lo dio en el Casino; el otro, al salir de misa mayor al día siguiente, que era de fiesta, es decir, el día mismo del convite.

Después de comer solía pasar éste un par de horas en el casino jugando al dominó. Sin embargo, cruzó rápidamente por delante de la botica para cerciorarse. Don Manuel, ¿no está? preguntó al dependiente, un chico de quince a diez y seis años. No, señora; hasta las cuatro no suele venir. Elena hizo un gesto de contrariedad y manifestó que no podía aguardar tanto tiempo.

Me llevó á la estación, recogió los baúles de Juana con el talón que encontró en el saco, y tomándome un billete de primera, me puso él mismo en el tren de Boulogne. Viéndome allí en seguridad, me dijo: Vaya usted á parar al hotel del Casino y espéreme. Mañana por la noche llegaré para darle noticias. Partió el tren.

Se amontonaban ante las tres dobles mamparas que dan acceso á las salas de juego. Todo el que perteneciese á las fuerzas de mar y tierra de cualquiera nación no debía pasar de aquí: los militares sólo podían entrar en la sala de espectáculos y el atrio del Casino.

«El baile y ella ¿qué tenían que ver? ¿qué le importaba a ella, a la hermana de don Fermín el santo, el mártir, que bailasen o no las muchachas insulsas de Vetusta en el salón estrecho y largo del Casino? Nada, nada».

¿No me da usted nada más? le pregunto. Y ella se me queda mirando, extrañada, sonriendo por mi exigencia estupenda, y exclama: ¿Qué más quiere usted? Es verdad; me olvido de que estoy en la Meseta y soy un hombre del litoral; yo no debo, en Torrijos, querer comer más cosas. La digestión no resultará pesada; pero hay que ir al casino a tomar un confortable digestivo.

Ya se sabe que después de visitar la Colegiata, hicieron una larga parada en la botica, y que desde la botica se fueron a corretear por la villa hasta dar a última hora en el Casino. Poco importa lo que hicieron en él, y menos lo que les ocurrió andando al aire libre, que no abundaba ciertamente aquella tarde; pero hay que decir algo de su visita a don Adrián Pérez el boticario.

Con que la mujer tenga sentimientos religiosos para su propio adorno y para la dignidad del hogar, el marido ya está satisfecho, y se va tranquilamente al café, al teatro de variétés y hasta a un casino republicano... La política, en cambio, es cosa de hombres.