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Juana iba a contestar cuando la puerta de la sala se abrió, y adelantose Catalina Lefèvre, dirigiendo a Hullin una mirada profunda como para adivinar de antemano las noticias que traía. Y bien, Juan Claudio, ¿ya está usted de vuelta? , Catalina. Hay de todo: bueno y malo.

Me hizo entrar en mi casa, cerró la puerta con cerrojo, entró en el salón el primero, pues yo no quise pasar delante de él, y viendo á Juana Baud tendida en el suelo, lanzó un juramento y dijo volviéndose hacia : ¡He aquí un feo negocio! ¿La ha matado usted? Era una bribona, pero el procedimiento es brutal... Yo exclamé, impulsada por la necesidad de disculparme: ¡Me ha pegado!

Y disimulando el odio que le había tomado, no quiso dejar de valerse de ella en ocasión de tanto empeño. Ya la había llamado el día del alumbramiento, porque bien sabía por experiencia que no había en el mundo conocido más hábil comadre que Juana.

Su ambición de lustre abarcaba mucho más. ¿Qué era él todavía en la corte? ¿Quién hablaba del señor de los Peñascales, ni de la familia del señor de los Peñascales? ¿Qué periódico había cantado su opulencia, o la severa dignidad de doña Juana, o los atractivos de Julieta?

Deogracias, Rafaela y Blas han jugado diez reales cada uno. Les tocan mil doscientos cincuenta». «El carbonero, ¿a ver el carbonerodijo Barbarita que se interesaba por los jugadores de la última escala lotérica. El carbonero echó diez reales; Juana, nuestra insigne cocinera, veinte, el carnicero quince... A ver, a ver: Pepa la pincha cinco reales, y su hermana otros cinco.

Doña Juana se entró despechada en su dormitorio, se acostó, pero no durmió. A la noche siguiente, en punto de las doce, al entrar el duque de Osuna en la calle, al pararse bajo la reja, sintió abrir la del piso bajo. Caballero, quien quiera que seáis exclamó la duquesa de Gandía, que ella era , escuchadme en nombre de vuestro honor. El duque, sobresaltado, guardó silencio por algunos segundos.

Juana me ofreció quedarse á mi lado con una voz tan suplicante, que no pude oponerme. Además era una mujer y me parecía que así no me hacía culpable para contigo.

Con aquel dinero viví ocioso algún tiempo. Cuando se me acabó el dinero, cuando sentí el hambre, quise buscarme la vida, y logré entrar de galopín en la cocina de la señora infanta doña Juana. Allí me apliqué al oficio... En el que habéis adelantado. Sois un cocinero famoso... según dicen.

Pude, por otra parte, convencerme por síntomas muy elocuentes, de que Juana rehusaba ya á Lea ciertas intimidades, y la rabia, la amargura y la rudeza de ésta se manifestaron con una increíble libertad. Si yo la hubiera ayudado un poco, creo que Lea se hubiera quejado á mi del abandono de su amiga.

Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir á los ojos de los concurrentes los huesos disparados de las cerezas; D. Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin ¡oh última de las desgracias! crece el alboroto y la conversación; roncas ya las voces piden versos y décimas, y no hay más poeta que Fígaro.