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Con esa sonrisa me has llevado donde has querido. Y como Luisa le sonriera nuevamente, Juan Claudio y su ahijada se besaron. Pues bien dijo Hullin dando un suspiro ; veamos si los paquetes están bien hechos.

Luisa se hallaba en brazos de Hullin y lloraba amargamente. ¡Ah, Juan Claudio! decía la señora Lefèvre ; ya sabrá usted lo que ha hecho esta niña. Por ahora, no le digo nada; pero hemos sido atacados. , ya hablaremos de eso después... El tiempo vuela dijo Hullin ; el camino del Donon se ha perdido, y los cosacos pueden estar aquí al amanecer; tenemos muchas cosas que hacer.

Todos tenían el mismo salvaje aspecto y estaban animados por la misma energía e idéntico espíritu de venganza. Los de Hullin, rendidos de cansancio, se sentaron a derecha e izquierda en haces de leña, en las piedras de los desagües y en las losas del hogar, con la cabeza entre las manos y los codos en las rodillas.

No podía dudarse que era hija de los heimatshlos errantes y vagabundos, aunque no fuese tan salvaje como ellos. Hullin se lo perdonaba todo: comprendía su carácter, y muchas veces le decía riendo: Mi querida Luisa, con las provisiones que nos traes esas gavillas de hermosas flores y de espigas doradas nos moriríamos de hambre en tres días.

La última vez lo cogí en Marengo..., hace catorce años... ¡Me parece que fue ayer! De repente, oyose fuera crujir la nieve endurecida como por la presión de unas pisadas rápidas. Hullin prestó atención: «¡Es alguien!...» Casi inmediatamente después dos golpes, suaves y secos, sonaron en los cristales. Juan Claudio se dirigió a la ventana y la abrió.

Luisa vio al amolador, distante unos treinta pasos, que alzaba los brazos en la obscuridad y caía de bruces a tierra. Frantz volvió a cargar el arma sonriendo de extraño modo. Hullin dijo: Camaradas: aquí tenéis a nuestra madre, la que nos ha dado la pólvora y la que nos ha mantenido para que defendamos la patria; aquí tenéis también a mi hija; ¡salvadlas!

¡El hospital!... ¿Qué es un hospital..., qué son diez hospitales... para cincuenta mil heridos? Todos los hospitales, desde Maguncia y Coblenza hasta Falsburg, se hallan abarrotados. Además, esa maldita enfermedad, el tifus, Hullin, mata más gente que las balas. Todas las aldeas del llano, en veinte leguas a la redonda, están infestadas: las gentes mueren como moscas.

Hullin sacudió la cabeza; Catalina, con los labios contraídos, se sentó frente a él, muy derecha en la silla, con los ojos fijos y atentos, y dijo: ¿De modo que la cosa está mal... decididamente... y tendremos la guerra aquí? , Catalina; de un día a otro veremos llegar a los aliados a nuestras montañas. Lo sospechaba..., estaba segura de ello; pero hable usted, Juan Claudio.

Desde media noche hasta las seis de la mañana brilló, en medio de la obscuridad, una hoguera en la cumbre del Falkenstein, y toda la sierra se puso en movimiento. Los amigos de Hullin, de Marcos Divès y de la Lefèvre, calzando altas polainas y llevando sendos fusiles, se encaminaron, en el silencio de los bosques, hacia los puertos del Valtin.

Catalina Lefèvre no pudo dejar de sonreír; mas, volviendo a adquirir en seguida su aire serio, añadió: Todos sus razonamientos, Juan Claudio, no pueden convencerme; pero, lo confieso, el silencio de Gaspar me horroriza... Conozco muy bien a mi hijo y que seguramente me ha escrito. ¿Por qué sus cartas no han llegado a mi poder?... La guerra marcha mal, Hullin; tenemos todo el mundo contra nosotros; por ahí fuera no quieren nuestra Revolución, usted lo sabe tan bien como yo.