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Nada podía ver, pues la obscuridad lo cubría todo, pero yo sabía que era una tropa de cosacos que recorría la frontera. Entonces cerré los ojos y soñé: un grupo de jinetes avanza; a su cabeza viene el hijo del Rey, rubio y magnífico, sobre su blanco palafrén.

Pero el caballo, que era tan ágil como una cabra, pasaba más fácilmente que ellos; visto lo cual, el anciano acabó diciendo: ¡Excelentes caballos tienen estos cosacos! Si llego a viejo, éste me servirá para ir a cazar corzas. Hemos dado con un caballo excelente, muchachos; a pesar de su aspecto vacuno, vale tanto como un caballo de camino.

Que se enganche también el trineo exclamó Catalina . Los cosacos no han de tardar y lo saquearán todo. Nuestra gente no debe marchar con las manos vacías; que se lleven los bueyes, las vacas, las cabras; que se lo lleven todo; así no caerá en poder del enemigo.

Como para mi gusto, las cosas se presentaban demasiado simples, inventé un montón de dificultades: negativa de los padres, cita nocturna en la frontera y sorpresa por los cosacos, encarcelamiento, maldición paternal, fuga, y, por fin, muerte común en las aguas, pues un verdadero amor no me parecía dignamente sellado y concluido sino por la muerte.

Pero ¿qué vas a hacer con este furgón? preguntó Frantz . Puesto que no tenemos tiempo de llevarlo al Falkenstein, mejor sería dejarlo en el cobertizo de Cuny que abandonarlo en medio del camino. , para que ahorquen al pobre viejo cuando vuelvan los cosacos, que estarán aquí antes de una hora. No tengas cuidado; se me ha ocurrido una idea. Frantz se unió al trineo que se alejaba.

«La presente, madre mía, tiene por objeto comunicarle que todo marcha bien y que he llegado el martes por la tarde a Falsburgo, en el preciso momento en que se cerraban las puertas. Los cosacos estaban ya en la ladera de Saverne y hemos tenido que pasar la noche tiroteando sus avanzadas. Al día siguiente se presentó un parlamentario intimándonos que rindiéramos la plaza.

Se hallaban los expedicionarios muy arriba en la montaña, por encima de la aldea y de la casa de «El Encinar». La luz grisácea del invierno dispersaba las nieblas matinales, y en los pliegues de la ladera se divisaba la silueta de varios cosacos mirando a lo lejos, con las pistolas en alto y aproximándose lentamente a la vieja alquería.

Todo, en efecto, parecía justificar sus temores. Los guerrilleros, muy inferiores en número, retrocedían. No tardó en producirse un remolino en el que se mezclaban los adversarios; los cosacos, franqueando el muro, llegaron al sendero, y un lanzazo, hábilmente dirigido, ensartó el moño de la anciana, quien sintió el hierro frío deslizarse hasta su nuca.

Merecéis ser ahorcados todos, y para que sirviera de ejemplo, ahora deberíamos arrojar a usted desde lo alto de esta peña. El oficial palideció, porque creyó capaz a la vieja de ejecutar la amenaza; sin embargo, al instante se repuso, y replicó con tranquilidad: que los cosacos han prendido fuego a la finca que se ve frente a esta peña.

Y, afanándome por esconder una lágrima, salí murmurando furiosamente: ¡Canalla de Ti-Chin-Fú! ¡Por tu causa! ¡Viejo malandrín! Al día siguiente salí para Tien-Hó, acompañado de Sa-Tó, el respetuoso intérprete, una larga fila de carretas, dos cosacos y todo un pueblo de koolíes.