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Reynoso se acercó a las cocheras y dirigiéndose a un mozo que limpiaba un carruaje: Dile a Pedro que enganche antes de las diez para ir a buscar a la estación al señorito Tristán. Sacó luego su cronómetro. Eran las ocho. Dejó las cocheras y abriendo la gran puerta enrejada se introdujo en el parque. Bello, esmeradamente cuidado, pero no de grandes dimensiones.

Tiburcio, bajo la inspección y dirección de Morsamor eligió a la gente de leva, hizo el ajuste y enganche y con el mayor secreto lo dispuso todo para la partida. Goa era en aquella edad la Síbaris del Oriente, centro de lujo, regalo y lascivia, donde los vencedores de Adamastor y de todos los genios del Mar Tenebroso recibían el galardón de sus estupendas victorias.

Llegais á la Puerta del Sol ú otra plaza de primer órden por su posicion central, y el espectáculo es variado. Al lado del espléndido carruaje á la francesa se cruzan las pesadas y monumentales diligencias, que afluyen de todas las provincias ó van á ellas, con el tren de enganche mas extravagante y tiradas por cuatro ó cinco pares de furias que llaman mulas.

Esta verdad se encuentra plenamente comprobada en el hecho mismo de que habéis formado tres ejércitos de hombres puramente voluntarios para sostener los derechos de los pueblos, sin haber tenido enganche que os halagase, ni la más remota esperanza del miserable celo del saqueo; la moral fué vuestra guía, y la seguisteis hasta la conclusión de los dos últimos ejércitos, que fueron tan desgraciados como feliz el primero.

Y este triple y discordante enganche se repetía en todos los carros inmóviles ante los buques á lo largo de los muelles ó volteando sus pesadas ruedas por la pendiente que conduce á la ciudad alta. A los pocos días, el capitán se sintió fatigado de Nápoles y su bullicio.

Lo enganché en la charrette con la Linda respondió el centauro, haciendo una mueca horrible de disgusto dirigida a la simpática Valentina. ¡Si vieras, mal rayo, qué modo de alzarse! Yo ¡zis, zis! con la fusta, y él ¡pan, pan! sobre el tablero del pescante. Me volví a la cuadra, y le puse al tablero por debajo unos clavillos. Salí otra vez... En cuanto se pinchó se estuvo quieto.

Las ambiciosas que fingían una gran pasión con la inaudita esperanza de un matrimonio, las sentimentales que pretendían interesarle con refinamientos psicológicos, las que traían al adulterio sus entusiasmos de madre y susurraban en su oído la felicidad de tener un hijo que se le pareciese, le esperaban en vano al día siguiente. «¡Ni grandes pasiones, ni hijos!...» El yate echaba de pronto dos chorros de humo, llevando á su dueño á otro puerto, tal vez á otro continente: y si quería huir de una ciudad del interior, ordenaba el enganche de su vagón especial en el primer tren que partiese.

Ante el silencio de su mujer, que permanecía con los ojos bajos o le miraba ceñuda, resistiéndose a contestar a sus preguntas para no entablar conversación, el espada prorrumpía en deseos mortales. ¡Mardita sea mi suerte! ¡Ojalá me enganche un miura el domingo y me campanee, y me traigan a casa en una espuerta!

De pronto, la guerra. ¿Quién podía imaginársela un mes antes?... Y su hijo se avergonzaba de no correr como todos los hombres á las estaciones de ferrocarril para incorporarse á un regimiento. Una mañana la había aterrado con la noticia de su enganche como voluntario. ¿Qué podía hacer ella? Legalmente, no era su madre.

Lo ruin de su hacienda puso en confusiones a nuestro mozo, que no sabía qué hacer con aquella criatura que la desgracia le había deparado y que por su buen corazón había acogido; llevarla a una posada ser no podía, que las posadas estaban de ordinario llenas de gente mala y licenciosa, y más entonces, que por la empresa que se preparaba contra el turco, había en Sevilla cuatro banderas de infantería, a las que alistados los unos por su amor a las armas y por lo grande del propósito, otros por su necesidad, y muchos por tener la inmunidad de bandera para escapar de las garras de la justicia por desaguisados que habían cometido, acudían a centenares soldados, que se desbandaban por la ciudad y llenaban los mesones y las hospederías, gastando alegremente el dinero que se les daba de enganche; hervía, otrosí, Sevilla de marinería y gente de leva de las galeras que en el Guadalquivir estaban para embarcar la gente que se reclutase, y no podía llevarse a cualquier parte, y dejarla sola, a una doncella tal como Margarita, cuya hermosura era bastante, no ya para excitar a soldado aventurero o galeote dejado de la mano de Dios, sino al mismo anacoreta San Antonio el del yermo.