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Ha tenido usted algún disgusto, ¿verdad? ¡Oh! la vida es una cadena que no se compone de otros eslabones dijo Tristán con filosófica conmiseración que ocultaba una positiva indiferencia. ; un disgusto bien grande... Pero aún siento más el que va usted a tener. Tristán dio un salto en la butaca a pesar de su metafísica resignación. ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué es ello? ¿Qué disgusto voy a tener?

Tristán salió un momento después de comer y quiso distraerse en el café, pero no pudo lograrlo. Se hallaba tan melancólico, tan abatido que muy presto se restituyó a su casa. Clara se disponía a acostarse, pero no en la alcoba del gabinete donde dormía el matrimonio, sino en otra habitación alejada.

La espada de Simón y la enorme hacha de Tristán brillaban al sol y golpeaban incesantemente sobre las cabezas enemigas, en primera línea. Reno cayó á su lado, malherido, y también pereció allí Sir Ricardo Causton.

Es mi soldado Arnaldo, que marca el lugar donde cayó mi dardo y sabe que allí nada tiene que temer de vos, dijo el ballestero. ¿No? ¡Pues que Dios lo perdone! exclamó Tristán tendiéndose de nuevo en el suelo, afirmando los pies y tirando de la cuerda hasta hacer crujir el arco. ¡Allá va!

Clara estaba orgullosa de su hermano. Este orgullo inspiraba celos a Tristán, que se sentía humillado. Aunque tenía la consideración de no contradecir estas expansiones del cariño fraternal guardaba, cuando estallaban, un silencio desdeñoso, y este silencio hería a su vez a Clara.

El portero Atanasio vió pasar rápidamente una gigantesca forma blanca y antes de enterarse de lo que aquello significaba y de la causa del tumulto que en la escalera se oía, ya el indómito Tristán estaba lejos de la abadía y á grandes zancadas recorrió el polvoriento camino de Vernel. Los muros del antiguo convento no habían presenciado jamás escándalo semejante.

¿Y para qué necesita saber derecho romano si es marqués? replicó con audacia irritante la joven. La disputa prosiguió con acritud por ambas partes, sobre todo por la de Tristán. Sin embargo, Escudero hizo callar a su hija, porque después de lo que Tristán había revelado era disculpable su cólera. Al entrar de nuevo Tristán en su cuarto después del almuerzo, encontró allí a su amigo García.

Tristán se manifestó sorprendido de aquella emoción y se esforzó en calmarla adoptando cada vez un continente más tranquilo.

Se puso Tristán a escribir la carta, y cuando concluyó me la dio. Cambiamos de papeles. Eramos, poco más o menos, de la misma edad y de la misma estatura.

Cuando sonó la campana y el tren iba a ponerse en marcha subió al coche un señor de rostro apoplético y aspecto rural. Caballero, ése es mi sitio dijo encarándose un poco rudamente con Tristán. Este, cuya susceptibilidad siempre viva se hallaba ahora exacerbada, respondió con calma afectada e impertinente: En este momento es el mío.