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Empero corta, abrasa, hiende, tala Al que el contrario bando acompañaba: De suerte, que el leal era tenido Por hombre vil, infame y abatido. A muchos ahorcó de los leales, Diciendo que la tierra perturbaban. A tal punto se vino, que los tales En los montes y bosques habitaban.

Julián trabajaba por dos: tenía una escala y se encaramaba a lo más alto del retablo. No se atrevía a preguntar nada acerca de asuntos íntimos, ni a averiguar si la señorita había tenido con su esposo conversación decisiva respecto a Sabel; pero notaba el aire abatido, las denegridas ojeras, el frecuente suspirar de la esposa, y sacaba de estos indicios la natural consecuencia.

Jacob no había combatido más que una noche, mientras que yo llevo ocho días con sus noches luchando contra la muerte. »Todo volvía entonces a ser materia de duda, y yo descendía de nuevo abatido por el desaliento al abismo de la desesperación, al ver que el enemigo ahuyentado un instante reanudaba el combate con más encarnizamiento que nunca.

Acaso se había ya desvanecido su repentina veleidad por Julio, ante este muchacho abatido por desdicha de amor, y que parecía necesitar tanto de un fino consuelo. Y no hay otro remedio, efectivamente, murmuró él sumido ahora en una vaguedad de inconsciencia. Pero no me resigno. ¿Qué puedo hacer, Lucía? ¿Qué puedo hacer?

En realidad, estaba más abatido que Jacinto, pues el porrazo sufrido con el desastroso bajón de las vitalicias, como llamaban a las acciones del Banco de Schlingen, le había partido por la mitad, pero era él así, fanfarrón, embustero y más soberbio cuanto más castigado de la suerte.

»Sólo pensaba en nosotros, y se ocupaba asiduamente en procurar distracciones al pobre Teobaldo, que desde su enfermedad y durante su convalecencia estaba demasiado triste y abatido.

Estaba yo apenado y triste. No me creía yo extraño en aquella casa, ni me sentía degradado al recibir de las pobres ancianas cuanto me era necesario; no; porque el afecto filial con que las veía, y el cariño maternal con que siempre me trataron, alejaban de mi ánimo toda idea mezquina y todo pensamiento humillante. Durante varios días estuve abatido.

Echaron al agua la chalupa, fueron en busca de aquellos dos hombres, los trajeron y se los presentaron al capitán que, maravillado y compasivo, contemplaba los desencajados rostros, la palidez enfermiza y el aspecto abatido y miserable de sus huéspedes imprevistos. ¿Quiénes sois, desventurados? les preguntó Morsamor.

El tiempo pasa... repuso el sacerdote. ¡Ay! dijo el gitano. Y dirigiéndose a Blasillo, porque era él quien, sombrío y abatido, le miraba fijamente: ¡Qué tal! Blasillo, hijo mío, adiós. Nuestros proyectos... ¡Mi comandante! ¡mi pobre comandante! Y lloraba. Mira, si siento dejar la vida, es por ti; te amaba. Yo no le sobreviviré. Niño, ¿no tienes aún mi tartana y mis negros?

Los diez y ocho años de Carmencita pedían lo suyo, aun en el apagado lenguaje de un cuerpo abatido y un alma herida.