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»Por la mañana ordenaba mis libros y mis papeles, y mientras que Teobaldo me daba lección, manteníase a mis espaldas, atento y silencioso, esperando mis órdenes. »Dulce y tímido, no se atrevía a exponerme su reconocimiento, pero sus acciones me lo manifestaban.

»En aquel momento llegó Teobaldo, y ambos nos arrojamos a sus brazos... », son ustedes muy desgraciados nos dijo, procurando darnos una esperanza que él mismo no tenía, mezclando a los consuelos de la amistad los de la religión. »Durante dos días le vi ocupado solamente en calmar la desesperación de Carlos, que, en el colmo de su desventura, nada quería escuchar.

»Severo y brusco para todo el mundo, Teobaldo tenía para una dulzura y bondad infinitas. Aunque las funciones de preceptor tienen algo de enfadosas, nada podía agotar su paciencia, ni aun las rudas pruebas a que le sujetaba mi estudio de las lenguas extranjeras.

»Tienes razón... Pero la amo... y no puedes comprender, teniendo el corazón helado, la rabia y la desesperación que en mi pecho se encierran y que mis labios callan. »Así, pues exclamó Teobaldo levantando la voz a impulsos de la cólera, es por un amor insensato, criminal, por lo que sacrificas el reconocimiento y el deber. »¡El deber!

»A causa de las escenas violentas a que se entregaba, me compadecían nuestros vecinos. Admiraban mi resignación, que no se debía, seguramente, a la indiferencia. Era demasiado desgraciada para ocuparme de ciertas pequeñeces. »La tristeza de Teobaldo aumentaba de día en día.

»Al fin, cada cual se retiró a su aposento. Yo quedé en mi habitación y púseme a orar; cuando dieron las doce en el reloj del castillo, me encaminé hacia la capilla. Teobaldo me había precedido. »¿Eres , Carlos? pregunté. »No, hija mía me contestó una voz temblorosa. »Era Teobaldo.

¡Oh, Dios mío! exclamó la joven llorando; pero le desafío a que lo haga, y, ¡a usted también, padre mío! Teobaldo marchó sin conceder a Isabel la gracia que pedía. Pero la indignación de ésta llegó al colmo cuando tuvo conocimiento de un acto mucho más injusto y arbitrario.

La Condesa continuó su relato, al día siguiente, en estos términos: »Mi tío había salido del aposento; Teobaldo y yo nos mirábamos aún asombrados del suceso, sin que pudiéramos darnos cuenta de una aventura que creíamos sobrenatural; porque excepto mi preceptor, que acababa de llegar, nadie entendía el alemán en el castillo, incluyéndome a , que hacía un año lo estaba aprendiendo.

»El mal que me consumía empañaba el color de mi rostro; la frente de Teobaldo estaba surcada de prematuras arrugas, y Carlos, sin que por mi parte pudiera explicarme la causa, aparecía el más triste de todos. Con lágrimas en los ojos, nos abrazamos exclamando: »Todo ha cambiado, excepto nuestros corazones.

»Teobaldo mirábale con frecuencia sorprendido y me decía en voz baja y con acento profético: »Créame usted, no será un hombre vulgar; cualquiera que sea el estado o carrera que abrace, llegará a un puesto elevado. »Si fuese así respondía Carlos, a ustedes lo deberé, amigos míos; y el pobre huérfano no lo olvidará jamás.