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Actualizado: 29 de mayo de 2025


»Todos salieron del aposento, y Teobaldo se aproximó al lecho donde había sido acostado el moribundo. »¿Cuál es su propósito, señor Conde? le preguntó con voz grave y solemne.

»¿Por qué? repitió Teobaldo, estrechando mis manos entre las suyas, frías como el mármol... No cómo decírselo... y no obstante es preciso... es necesario... »Y al hablar así el sudor corría por su pálida frente. »¡Acabe! ¡Acabe!

Hice notar mis observaciones a Teobaldo, que me trató de visionaria y no quiso darme crédito. »No obstante, cierto día entró en mi habitación con aire agitado. »Juanita me dijo: aquí sucede algo extraordinario. Hay una porción de armas en los subterráneos del castillo. »¿Armas de caza? le pregunté.

»He soñado esta noche nos dijo que yo era gran señor y primer ministro. »¿En qué reino? le interrogué yo. »Mi sueño no me lo ha dicho. »¿Y qué puesto me daba usted en ese sueño? »Usted, señora... era reina. »¿Y Teobaldo? »¡Confesor del rey! »A esta broma imprevista lancé una carcajada, y mi alegría excitó la de Carlos.

Entre aquella multitud de papeles encontré uno que hirió mi vista; era el fragmento de una carta desgarrada. Sólo pude ver en él palabras sueltas, frases cortadas; pero la letra era de Teobaldo, y dirigida a Carlos. He aquí su contenido: »¿Qué buscas, pues?... ¿Qué esperas?... insensato... Seis meses de dicha... dices, ¡y luego morir!... ¡Morir, ingrato!... ¿Y ella?... porque no te hablo de ...»

» díjeme interiormente; no niego que semejante matrimonio puede perderme para siempre en el mundo; ¡pero no puedo explicarme cómo encuentro en Teobaldo tanto rigor y tanta dureza!

Otro reclama mis cuidados; otro amigo más desdichado que usted... ¡porque él es culpable! »Y se ausentó Teobaldo. »Me quedé sola, pues, en aquella casa que tan bella me había parecido siempre y cuya soledad me causaba, a la sazón, una profunda tristeza; los primeros meses de mi viudez los pasé sin recibir noticia alguna de mis amigos; ¿a que se debía este silencio de su parte? Lo ignoraba.

Si, como creíamos, había sido encerrado en alguna prisión a ruegos del duque de Arcos, la muerte de éste debía ponerle en libertad. Pero no pareció, y Teobaldo me dijo, desesperado: »Está visto; nuestro amigo no existe.

»Teobaldo calló por algunos momentos como si le espantase el partido que acababa de tomar. »¡Ah! Dios perdonará una falta mejor que un crimen. Cásese con Carlos en secreto y ante el altar. »¿Y quién se atreverá a arrostrar la venganza de mi tío, de mi familia? ¿Quién nos desposará? »¡Yo! repuso Teobaldo. »No encontrando expresiones con que manifestarle mi gratitud, me arrojé en sus brazos.

»Habitaba otra persona en el castillo, de la que necesito hablar a ustedes. Esta era el secretario de mi tío, Teobaldo Cuchi, un joven de corazón y de mérito, digno desde entonces del elevado puesto que llegó a ocupar más tarde. Hijo de un paisano calabrés, las escasas lecciones de teología que había recibido del cura de su aldea despertaron en él el deseo de instruirse.

Palabra del Dia

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