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que ven, saluda te digo y mi tía, al propio tiempo que le ordenaba a mi tío que saludase, hacía repetidos movimientos de cabeza en dirección al palco central, sin que fuesen notados por sus ocupantes. ¿Quiénes son, señora? preguntaba Fernanda.

Entretanto, ordenaba éste sus asuntos mercantiles, para dejarlos bajo la dirección y al arbitrio de un dependiente de su confianza.

Entre tanto, ordenaba y disponía mis caudales de modo que los tuviera siempre a la mano por alejado que me viera de ellos; y por último, me atreví con lo que más me dolía y a lo cual llamaba yo «quemar mis naves»: «deshice» mi casa. Quería destruir el nido para no tener tanto apego al árbol. Empaqueté lo más, vendí muy poco y regalé algo de ello a mis amigos.

Cuando éste ordenaba a la tripulación, ágil y maligna como una tropa de monos, «Larga escota», los demonios juguetones aferraban las velas del trinquete y de la mesana. Y cuando mandaba «Iza», ellos amainaban.

Con respecto á Ester, sin embargo, como acontecía más ó menos frecuentemente, la sentencia ordenaba que estuviera de pie cierto tiempo en el tablado, sin introducir el cuello en la argolla ó cepo que dejaba expuesta la cabeza á las miradas del público. Sabiendo bien lo que tenía que hacer, subió los escalones de madera, y permaneció á la vista de la multitud que rodeaba el tablado ó cadalso.

Pero en vez de perdonar y olvidar, conforme á la promesa, en Agosto del mismo año ordenaba la Audiencia que los detenidos fuesen desterrados á perpetuidad y trasladados unos á la metrópoli y otros á Puerto-Rico.

Detúvose en Galípoli diez dias, donde fué recibido con notable gusto de toda la nacion, hasta saber lo que Roger ordenaba, á quien envió dos caballos para que le diesen aviso de su llegada. Holgóse mucho Roger de tener á Berenguer de Entenza en su compañía, porque habia entre los dos estrechísima amistad, y grandes obligaciones para conservarla.

Tenía muy presente al padre de Rafael, el hombre más eminente que había conocido en su vida y le parecía verle aún como cuando se detenía ante su casita de hortelano, sobre su enorme rocín y con aire de gran señor le ordenaba lo que debía hacer en las próximas elecciones.

Jamás salía de casa sin pedirle permiso, no fumaba en su presencia, se recogía al oscurecer, rezaba el rosario, confesábase cuando ella lo ordenaba. Mientras su cuerpo se desarrollaba prodigiosamente, se trasformaba en un mancebo bizarro y atlético, su espíritu continuaba tan infantil y sumiso como si nunca pasara de diez años.

Quédate, necio, y oye... Por no querer oír rompimos las amistades en el Escorial... Considera que han de hablar algo de ti... Verdad es que si la delicadeza me ordenaba cerrar los oídos, la curiosidad me impulsaba a abrirlos. Venció la curiosidad, mejor dicho, venció la pícara Amaranta, que no podía dejar de ser cortesana. Las muchachas hablaban en alto y lo oímos todo, y aun veíamos algo.