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Las dos nos quedábamos muertas de miedo siempre que le veíamos entrar. No nos hablaba nunca, y de noche, después de acostarnos, le sentíamos dando unas patadas. ¿Y por qué la mandó á casa de esas señoras? Vea usted, yo le voy á decir la verdad porque es de la casa. Había un melitarito que se metió un día en casa, porque vino acompañando al amo, que fué herío en la calle.

Además, veíamos a Villeta allí en el fondo, casi al alcance de la mano, tal era el efecto de perspectiva, y marchábamos tras la aldea que parecía alejarse a medida que avanzábamos. Como la senda es estrecha, no hay ni aun el recurso de la conversación, pues es necesario marchar uno a uno. Tan pronto atrás, tan pronto adelante, en todas partes mal.

Las calles presentaban un aspecto siniestro, casi todas solitarias, los balcones de las casas herméticamente cerrados, en las esquinas algunos centinelas con el fusil terciado; los pocos transeúntes que veíamos cruzaban velozmente, con ánimo, sin duda, de guarecerse en su casa lo más pronto posible, y sólo se detenían trémulos ante el «¿quién vivedel soldado.

Al lado de las casacas blancas con solapa negra, carmesí o azul, que vestían la mayor parte de los regimientos de línea; al lado de las levitas azules con bandolera que vestían valones y suizos, veíamos los chaquetones de paño pardo con que se cubría la gente colecticia.

Los mismos bosquecillos que rodean la ciudad no formaban masas verdes o manchas, sino que veíamos los árboles separados con admirable precisión. Por una atracción de que no me daba cuenta, mi vista se fijaba con persistencia en el espacio azul. La luz ejercía sobre en aquel momento la misma fascinación que sobre las mariposas.

De hora en hora eran recogidas y veíamos enredados en ellas toda clase de peces, de brillantes escamas, y extraños productos del mar, sorprendidos en las profundidades del agua o arrancados, revueltos con algas, a sus escondites submarinos.

La Providencia deparonos nuestra salvación en la considerable persona de la viuda de García Grande, que se nos pareció de improviso saliendo de una de las más feas y más roñosas puertas que a nuestro lado veíamos. Cuánto nos alegramos de aquel encuentro, no hay para qué decirlo.

La cuesta caracoleaba por entre lomas y peñascos, en el centro de una angosta garganta formada por colosales y desnudas moles de granito, cercadas en sus bases por bosques seculares de abetos. De trecho en trecho encontrábamos algun rústico chalet solitario aguardando que el otoño hiciese volver sus habitantes, ó veíamos alguna praderita medio escondida en medio de los bosques.

Al través de los cristales veíamos a los rezagados parroquianos gesticular delante de las mesas, aunque ninguna palabra llegaba a nuestros oídos. La noche era espléndida, como casi todas las de aquella venturosa región. Estábamos a últimos de octubre. Suárez se quejaba de que estaba un poco fresca.

Desde por la mañana esperaba el zaguán, de par en par abierto, y el suelo de los apriscos había sido alfombrado de paja fresca. De hora en hora exclamaba la gente: «Ahora están en Eyguières, ahora en el ParadónLuego, repentinamente, a la caída de la tarde, un grito general de ¡ahí están! y allá abajo, en lontananza, veíamos avanzar el rebaño envuelto en una espesa nube de polvo.