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No jugaba, ni fumaba, ni iba al círculo. Cuando, después de comer, todos los hombres se reunían para fumar, él se quedaba con las señoras. Con esto conseguía grandes ventajas, de las que abusaba gustoso. No era ya joven, pero era elegante, buen decidor, con aire caballeresco y un corazón que era una verdadera cloaca de corrupción.

No pudiendo ya contener mi intranquilidad, me revolvía en las sábanas, me sentaba, fumaba, encendía y apagaba la luz... Cuando la encendía, no vislumbraba más que sombras... Cuando la apagaba, en la obscuridad más completa, veía unos vagos arabescos, como de humo, que se agrandaban y achicaban, subiendo y bajando en el aire. En mi cabeza penetró, poco a poco, el clavo ardiendo de una idea fija.

Gallardo estaba en un sofá, chupando el magnífico habano que le había ofrecido un criado. Doña Sol fumaba uno de aquellos cigarrillos cuyo perfume la sumía en vaga somnolencia. Pesaba sobre el torero la torpeza de la digestión, cerrando su boca y no permitiéndole otro signo de vida que una sonrisa de estúpida fijeza.

Pilar Balsano fumaba, haciendo figuras, otro cigarro no tan fuerte, pero tan largo como el de la duquesa, y Carmen Tagle se desquijaraba chupando un entreacto que se mostraba algún tanto rebelde. Está visto que no tira dijo de pronto.

No había otra señora que la duquesa, que presidía en un sillón de alto respaldo, a manera de sitial. Los demás, a un lado y otro de la duquesa, formaban en semicírculo, fumaban y tomaban café, y bebían licores de unas mesitas colocadas a trechos. También la duquesa fumaba, y no un cigarrillo, sino un cigarro puro nada flaco.

Poco después de mediodía, cuando ella fumaba su vigésimo cigarrillo, llamaron á la puerta. Transcurrió algún tiempo y volvieron á repetirse los golpes. Elena adivinó que, por estar ausente Sebastiana, las dos chinitas habían abandonado la casa después de servir la comida, vagando por el pueblo en busca de noticias. Fué á abrir ella misma y se sorprendió reconociendo al visitante. Era Moreno.

Obligado a la inercia, el señor de la torre del Pirata volvía a releer alguno de los pocos libros adquiridos en sus viajes a la ciudad o fumaba pensativo, recordando aquel pasado del que había querido huir... ¿Qué ocurriría en Mallorca? ¿Qué dirían sus amigos?...

¡Nakú! decía; sacos de pólvora, sacos de pólvora debajo del suelo, en el techo, debajo de la mesa, dentro de los asientos, ¡en todas partes! ¡Fortuna que ninguno de los trabajadores fumaba! Y ¿quién ha puesto esos sacos de pólvora? preguntaba Capitana Loleng, que era valiente y no palidecía como el enamorado Momoy. Momoy había asistido á la boda y se comprende su póstuma emocion.

El viejo no pudo callar más tiempo. ¿Tampoco fumaba?... Ahora comprendía el asombro de ciertas gentes. Un hombre de tan pocas necesidades metía tanto miedo como un ánima del otro mundo. Y mientras Salvatierra aproximábase a la lumbre, que comenzaba a crepitar con alegre llama, el aperador salió de la cocina. Poco después volvió, llevando al brazo su capote de monte.

Aquel sacerdote hablaba poco, no fumaba ni adoptaba maneras arrogantes, no desdeñaba mezclarse con los demás hombres y devolvía el saludo con finura y gracia como si se sintiese muy honrado y muy reconocido. Era ya de bastante edad, los cabellos casi todos canos, pero su salud parecía aun robusta y, aunque sentado, tenía el tronco erguido y la cabeza recta, pero sin orgullo ni arrogancia.