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Cristeta escogía cuidadosamente los puros que el editor fumaba, daba a sus dependientes las cajetillas más gruesas, y, a cambio de esta amabilidad, ellos le prestaban cuantos libros pedía.

Reflexionó mucho tiempo mientras fumaba un cigarro, y en las espirales de humo azulado que subían hasta el techo veía pasar vagamente las imágenes de Jacobo y de Lea, tan pronto lánguidas y cansadas, como activas y triunfantes, pero siempre juntas, unidas por el mismo deseo y ligadas por el mismo interés.

El timbre sonó de nuevo en el silencio del escritorio y corrió el criado al despacho. Trae otro café. Sánchez Morueta fumaba el tercer cigarro, á juzgar por las dos colillas arrojadas á sus pies, sobre el pavimento de madera encerada, tersa como un espejo.

Fumaba incesantemente, aprovechando la generosidad de Ojeda, que le ofrecía cigarro tras cigarro. Su cabeza empezó a oscilar. Se entornaban sus ojos para abrirse de repente con un azoramiento de sorpresa, volviendo a cerrarse poco después. Al fin se durmió, y su respiración estuvo próxima a convertirse en sonoro ronquido. Tenía la costumbre de acostarse temprano.

Este hombre fumaba, mirando en torno inquietamente, como si sus sentidos, aguzados por la vida aventurera en el desierto, le avisasen la cercanía oculta del enemigo. De vez en cuando estiraba el cuello, mirando á lo lejos con el deseo de ver la llegada de alguien. Ataquémosle dijo en voz baja don Carlos.

El herrador fumaba su pipa con aire bastante hosco, con un cierto desdén por aquella discusión trivial. El tampoco tenía oído para la música, y no iba nunca a la iglesia porque pertenecía al cuerpo médico, y podía ser requerido para las vacas en estado delicado.

Al hablar usaba D. Casimiro de cierta solemnidad y pausa muy entonada; pero su voz era ronca y desapacible, asegurándose provenir esto en parte de que no le desagradaba el aguardiente, y más aún de que en su casa y despojado de las galas de novio ó de pretendiente amoroso, fumaba mucho tabaco negro.

Cuando llegó el café, Sánchez Morueta fumaba un cigarro enorme, uno de los habanos que le enviaban de Cuba, elaborados directamente para él, con su nombre y su retrato en la sortija, y cuya adquisición era motivo de orgullo entre la gente menuda que laboraba en la Bolsa ó en los negocios de minas. Transcurrió otra hora, sin que el millonario diese señales de existencia.

Jamás salía de casa sin pedirle permiso, no fumaba en su presencia, se recogía al oscurecer, rezaba el rosario, confesábase cuando ella lo ordenaba. Mientras su cuerpo se desarrollaba prodigiosamente, se trasformaba en un mancebo bizarro y atlético, su espíritu continuaba tan infantil y sumiso como si nunca pasara de diez años.

El único que no fumaba era un cura, de piel lechosa, nariz colgante, ojos tiernos y postura de feto, todo encogido. Este cura, don Cebrián Chapaprieta, era quien decía la misa particular para la duquesa y sus criados. Mi padre estaba magnífico. Si un forastero entra de pronto en el salón, dice a la primera ojeada: aquí hay una gran señora y un gran señor. El gran señor, mi padre, naturalmente.