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Actualizado: 3 de junio de 2025


Tarlein se encogió de hombros, como tenía por costumbre. Tendremos que avisar que está enfermo dijo. Me parece lo único que podemos hacer asentí. El viejo Sarto, en quien la francachela de la víspera no dejara el más leve rastro, había encendido su pipa y fumaba furiosamente. Si no lo coronan hoy dijo, apuesto un reino a que no lo coronan nunca. ¿Pero, por qué?

Azoróse el tío Frasquito al verse solo y sin defensa en las garras de Diógenes, y procuró encubrir sus temores, acogiéndole humilde, sonriente, cariñoso, llamándole Perriquito, y ofreciéndole ricos cigarros que él no fumaba nunca, pero llevaba siempre a prevención para casos apurados.

Velázquez parecía absorto en su tarea. Antonio fumaba nerviosamente, echando grandes bocanadas de humo. ¡Ah! exclamó al fin aquél, llevándose la mano á la frente. ¡Qué cabeza la mía! Tenía que dar un recado preciso á Soleá y ya se me olvidaba... ¿Me haces el favor de la llave? ¿Qué llave? profirió Antonio con la misma sorpresa que si viese desplomarse todas las casas de la calle.

Mariano, arrinconado en el recibimiento, y oyendo desde allí el rasguear de las plumas que en la sala hacían tan lucrativos números, se preguntaba por qué razón tenía el señorito Melchor sombrero de copa y él no; por qué motivo el señorito Melchor vestía bien y él andaba de blusa; por qué causa el señorito Melchor comía en los cafés, galanteaba bailarinas, fumaba buenos puros y paseaba con caballeros, mientras él, el pobre Pecado, comía y fumaba casi como los mendigos, y tenía por amigos a otros tan pobres y desgraciados como él.

Lo primero que vió Miguel fué un enorme montón de billetes de mil francos, de placas de cinco mil, de fichas y papeles de distintos valores. Era una fortuna. Luego se fijó en Alicia, inmóvil en su asiento, tal como la había dejado, con un rostro inexpresivo de cariátide. Sólo sus ojos iban maquinalmente de aquel montón de riquezas á las manos del banquero. Fumaba... fumaba.

De la tienda de su hermano traía piezas enteras de holanda finísima, de batistas y madapolanes. D. Baldomero II y D. Juan I tenían ropa para un siglo. A entrambos les surtía de cigarros la propia Barbarita. El primero fumaba puros, el segundo papel.

Por supuesto, este dominio duraba solamente los momentos de sensualidad, las horas que consagraba al placer. Así que salía del templo de Venus, recobraba su razón el imperio, volvía a sus empresas con creciente ambición. Amparo fumaba tranquilamente en silencio, enviando pequeñas nubes de humo al techo. De pronto hizo un movimiento brusco, e incorporándose dijo: Voy a vestirme. Toca ese botón.

Cinco ó seis horas de casino todos los días le bastaban para gastar más con su persona que otros muchos con toda su familia. Vestía con lujo, pero caprichosamente y sin someterse á la moda: traía sortijas de valor en los dedos y fumaba los mejores cigarros de la provincia. ¿Por qué era republicano? Nunca hemos acertado á comprenderlo.

Pero su madre era como era. Doña Paula se sentó en el borde de una silla, apoyó los codos sobre la mesa, que era de las llamadas de ministro, y emprendió la difícil tarea de envolver un cigarro de papel, gordo como un dedo. Doña Paula fumaba; pero «desde que eran de la catedral» fumaba en secreto, sólo delante de la familia y algunos amigos íntimos.

El padre fumaba su pipa de tabaco de pota; la madre, en un rincón, tejía cestos de junco; el Capellanet asomábase fuera de la casa, bajo el amplio porche, en el cual iban reuniéndose silenciosos los atlots cortejadores. Los había que estaban allí desde una hora antes, por ser vecinos; los había que llegaban polvorientos o manchados de barro, después de caminar dos leguas.

Palabra del Dia

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