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La puerta cedió sin resistencia y entramos en la habitación donde habíamos cenado la noche anterior, en la que se veían aún los restos de la cena y numerosas botellas vacías. ¡Adelante! exclamó Sarto, que por primera vez parecía próximo a perder su maravillosa serenidad. Nos precipitamos por el corredor en dirección a la entrada del sótano. La puerta de la carbonera estaba abierta de par en par.

Permanecimos un momento inmóviles, contemplándonos. Después me descubrí y saludé respetuosamente. El Rey recobró entonces el uso de la palabra y preguntó con extrañeza: Coronel, Federico ¿quién es este caballero? Iba yo a contestar, cuando el coronel Sarto se interpuso y empezó a hablar al rey en voz baja, con su tono gruñón.

Suponiendo que su sola presencia y el nombre del Rey no bastasen para someter a los servidores del castillo, habría que apoderarse de ellos a la fuerza. Mi esperanza estribaba en que el Duque saliese furioso de sus habitaciones, situadas al lado opuesto de las de Antonieta y cayese vivo en manos de Sarto.

Tarlein se encogió de hombros, como tenía por costumbre. Tendremos que avisar que está enfermo dijo. Me parece lo único que podemos hacer asentí. El viejo Sarto, en quien la francachela de la víspera no dejara el más leve rastro, había encendido su pipa y fumaba furiosamente. Si no lo coronan hoy dijo, apuesto un reino a que no lo coronan nunca. ¿Pero, por qué?

, iré dije mirando el postrado cuerpo del Rey. Esta noche continuó Sarto apresuradamente y en voz baja, debemos pasarla en palacio, de acuerdo con el programa trazado de antemano. Pues bien, apenas nos dejen solos, se queda Federico de guardia en la cámara del Rey, montamos a caballo usted y yo y nos venimos aquí a escape.

A todos los jóvenes les gusta hacer una salida de noche, de cuando en cuando dijo. ¿Por qué no ha de gustarle también al Rey? La risa de Sarto pareció confirmar aquella interpretación de mi breve ausencia. Mi sistema dijo cuando hubimos entrado es no confiar en nadie más allá de donde sea absolutamente necesario confiar.

El Rey empezó a hablar de lo que se proponía hacer; Sarto, de lo que había hecho; Tarlein se destapó por unas aventuras amorosas, y a me dio por encomiar los altos méritos de la dinastía de los Elsberg. Hablábamos todos a la vez y seguíamos al pie de la letra la máxima favorita de Sarto: mañana será otro día. Por fin, el Rey puso su copa sobre la mesa y se reclinó en la silla.

Si a las dos permaneciese cerrada, Sarto mandaría a Tarlein a reunirse conmigo al otro lado del castillo, y suponiendo que yo viviese todavía, decidiríamos entonces si convenía o no intentar un asalto decisivo. Si Tarlein no me hallase, él y Sarto deberían de regresar con su gente a Tarlein a toda prisa, llamar al General y con éste y todas las fuerzas disponibles atacar abiertamente el castillo.

Por debajo de la puerta se extendía una gran mancha roja que cubría parte del pasillo del sótano. Sarto se apoyó en la pared opuesta a la puerta. Traté de abrir ésta, pero estaba cerrada. ¿Dónde está José? preguntó Sarto. ¿Dónde está el Rey? fue mi respuesta. El veterano sacó un frasco y lo llevó a los labios.

En aquel instante apareció en la puerta la madre de Juan el guardabosque. Permaneció allí algunos momentos y sin manifestar la menor sorpresa nos volvió la espalda y se alejó por el corredor. ¿Habrá oído? preguntó Tarlein. ¡Yo le cerraré la boca! dijo Sarto con siniestro acento; y salió llevándose el cuerpo inerte del Rey.