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Pero dejo a vuestra conciencia la tarea de decidir, maese Marner, porque tenéis que elegir una cosa o la otra el látigo o la carbonera ; de otro modo se va a volver tan voluntariosa que no habrá medio de dominarla. Silas quedó convencido de la triste verdad de esta última observación; pero su energía de carácter, lo abandonó ante las dos únicas especies de castigos que le proponían.

Fue sólo después de llevarla a la casa y de haber procedido al lavatorio necesario que se acordó de la necesidad de castigar «para que la niña se acordara». La idea de que podía escapar de nuevo y hacerse daño lo impulsó a realizar un acto extraordinario y por primera vez se determinó a recurrir a la carbonera, pequeña alacena situada junto al hogar.

Y Silas la hizo salir, diciendo: Ahora, Eppie va a ser buena; de otro modo va a ir a la carbonera, al rincón negro. El telar permaneció silencioso largo rato esa mañana porque hubo que lavar a Eppie y ponerle ropas limpias; sin embargo, era de esperar que este castigo tendría un efecto duradero y ahorraría tiempo en el porvenir.

La puerta cedió sin resistencia y entramos en la habitación donde habíamos cenado la noche anterior, en la que se veían aún los restos de la cena y numerosas botellas vacías. ¡Adelante! exclamó Sarto, que por primera vez parecía próximo a perder su maravillosa serenidad. Nos precipitamos por el corredor en dirección a la entrada del sótano. La puerta de la carbonera estaba abierta de par en par.

¿Pues no le estaba poniendo varas al Provisor?». Esto que no lo notaban, o fingían no verlo, los demás convidados, lo estaba observando él por lo que le importaba. Pero no se daba por vencido, insistía en galantear a la viuda, fingiendo no ver lo del Magistral. Ordinariamente Obdulia y Joaquinito se entendían. «¡Señor! ¡si había llegado a darle cita en una carbonera!

Aquellos individuos merendaban alegremente, y nos dispensaron una acogida cariñosa, brindando, así que entramos, a nuestra salud. Observé que, en medio de la confianza, don Jenaro infundía cierto respeto a todos. De las tres muchachas, una se llamaba Concha la Carbonera: era delgada, de un rubio ceniciento, mejillas pálidas y marchitas y ojos azules, fieros y desvergonzados.

El mejor alcalde, el Rey. La carbonera. La niña de plata. La corona merecida. El vaquero de Moraña. El duque de Viseo. El castigo sin venganza.

Todo volvió a quedar tranquilo. La pobre Carbonera lloraba en un rincón, poniéndose el pañuelo sobre la parte dolorida. Estaba de Dios que aquella tarde la habían de perseguir. Empezaba a sentirme mareado. La lengua me había engordado sensiblemente. Noté que algo de lo que decía excitaba la risa de mi amiga la Serrana, quien me ofrecía a cada instante cañas y más cañas.

Se volvió en seguida para sentar a la niña en su sillita cerca del telar, cuando ésta se le apareció con la cara y las manos tiznadas otra vez, y diciendo: ¡Eppie e la carbonera! Este completo fracaso de la pena disciplinaria de la carbonera destruyó la confianza que tenía Silas en la eficacia de los castigos.

La Carbonera, sentada también, olvidada del descalabro, inició allá en las profundidades de la garganta un canto que tenía mucho de salmodia: Con sentimiento profundo voy a nombrá un torero que en er mundo no tuvo rivaliá. Por su arte y su bravura era el rey de los torero, por su elegante figura se paesía ar Chiclanero. La voz era ronca, aguardentosa, desagradable; el sonete, lúgubre.